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La muerte del Chivo

El tiempo de Vargas Llosa es circular. Después de tantas vueltas, cierra magistralmente el círculo de una novela histórico-política muy bien lograda

Pexels.com | Creative Commons

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“… leyendo esta novela el lector tiene
la sensación de estar recorriendo una galería
de grandes murales dispuestos en fila,
pero desconectados cronológicamente.”
El reino de este mundo. Mario Vargas Llosa

Cuando Urania Cabral regresa a Santo Domingo a purgar su pasado, el Chivo ya había sido ajusticiado. Su retorno constituye el eje articulador para que Mario Vargas Llosa construya una novela donde el presente convoca los demonios del pasado. Dos relatos paralelos dentro de una misma historia, el deicida traza los planos y ejecuta la obra con una perfección que cimenta su prestigio de arquitecto. Los tiempos en que ocurre el ocaso de una de las satrapías más sangrientas del Caribe se concatenan en un juego de malabarista que los lanza hacia adelante y los retrotrae a su antojo. La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), retrato siniestro del Benefactor de la Patria, Rafael Leónidas Trujillo, patentiza los horrores padecidos por los dominicanos y la perspicacia de un narrador, capaz de embrujarte con el aprovechamiento —hasta la saciedad— del monólogo interior. El hechicero te atrapa por la manera que baraja la historia, aunque advirtió que ninguno de los datos son de su invención.


Con nombres y apellidos convoca a las personas que convirtieron República Dominicana en una tiranía despiadada. Los actores del drama son llamados a rendir cuentas. Expone sus fechorías. Los sienta en el banquillo inapelable de la historia, sin que logren expiar sus culpas. Al despuntar el Siglo XXI invoca la memoria, no hay ni habrá olvido para quienes hicieron de República Dominicana un estercolero. Alrededor del Padre de la Patria Nueva medraba una caterva de militares, empresarios y burócratas. Según su grado de sometimiento y servilismo les dejaba enriquecerse. Entre más abyectos mayores probabilidades de gozar de la venia de su Excelencia. El más lambiscón, el senador Henry Chirinos, operador político bautizado por Trujillo como la Inmundicia Viviente, sagaz tramoyista, lo envía al Congreso para ajustar las leyes a sus dictados, hombre a quien confiaba administrara su infinita fortuna. Sustrae dinero de las arcas del Estado, teme robarle al jefe.

Otro miembro de la poderosa trilogía, Cerebrito Cabral ⧿caído en desgracia⧿ para congraciarse con el Jefe manda al matadero a su hija Urania, una chiquilla de 14 años. Una adolescente puesta en manos de Trujillo para que este corrobore los extremos de su servilismo. Los cruces de historias se entreveran. El Chivo cae ametrallado cuando viajaba a un nuevo encuentro amoroso en la Casa de Caoba. Mientras Urania vomita su desgracia ante su tía Adelina y sus primas Lucindita y Manolita, el prestidigitador Vargas Llosa, narra las últimas 18 horas de vida de Trujillo. Obsesivo en el manejo del tiempo, cuenta de manera prolija los pormenores de la agenda desplegada por el Chivo ese día. El novelista se pega a su orilla desde que despierta —diez minutos para las 4 de la mañana— hasta que muere acribillado la noche del 30 de mayo de 1961. Una visión apocalíptica. El novelista tiene la intención de ofrecernos un registro fiel de una de las tantas tiranías auspiciadas por Estados Unidos.

Sometido como estoy a la relectura de las obras del premio Nobel peruano, al repasar las páginas de su ensayo El viaje a la ficción El mundo de Juan Carlos Onetti (Alfaguara, 2008), compruebo el regocijo que siente y la identificación que muestra con un escritor con el que guarda algunas similitudes. Los dos manejan con idéntica maestría la invención del tiempo. Dice de Onetti: “El suyo es un tiempo lento, psicológico, y proustiano, laberíntico y destructivo, que avanza muy despacio, se revuelve sobre sí mismo, se detiene o retrocede para resucitar episodios del pasado y luego salta de nuevo hacia adelante. Un tiempo que, cuando la historia termina, nos da la sensación que gira en redondo, como una eternidad sofocante”. En La Fiesta del Chivo el tiempo va y viene, se fuga hacia adelante, gira en círculos concéntricos y luego vuelve hacia atrás. Se estaciona moroso, igual que los conjurados. Para asestar el golpe esperaron horas frente al Malecón —hasta que Trujillo pasó— y saldar viejas cuentas. La espera se alarga hasta la desesperación. Decididos a actuar no retrocedieron.

El Chivo era un soldado sometido a rutinas, tenía la manía de levantarse a la misma hora: las cuatro de la mañana. Una disciplina heredada de los marines, sus grandes mentores. A las cinco en punto de su día fatal, entró a su despacho para atender su primera cita con el coronel Johnny Abbes García, el criminal director del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Vargas Llosa filtra la hoja de vida de los conspiradores —vuelve suyo el monólogo interior— evoca sus vidas al lado del Benefactor, su ascenso al pináculo, sus caídas y recaídas. El teniente Amado García Guerrero, miembro activo de su equipo de custodia, para vengar la afrenta recibida, brinda la información para facilitar la ejecución de Trujillo. El tiempo de espera sigue lento. El narrador los deja repasar sus vidas. Los deja rememorar los vínculos que habían tenido y tenían con el sátrapa. Uno de los denominadores comunes de los conjurados es que la muerte les ofrece el milagro de vivir intensamente sus última horas. Vargas Llosa las narra con fruición, igual que el último día de vida del tirano.

El siguiente compromiso es con el Senador Chirinos, borracho consuetudinario, confiesa a su Jefe que es un poète maudit al estilo de Baudelaire y Rubén Darío. Pertenece al exclusivo club que rodeaba a Trujillo, bebedor incontinente, jamás perdió sus habilidades para la intriga jurídica. Supo capear vendavales, no así Cerebrito Cabral. En el juego rudo del poder los recursos más retorcidos le parecen apropiados. Se autonombra “el más fiel de sus servidores”. Sin solución de continuidad Trujillo condecora a mister Simon Gittleman, su instructor en la Escuela para Oficiales de Haina. El exmarine hacía campaña a su favor en Estados Unidos, el Generalísimo había caído en desgracia con Kennedy, después del atentado fallido contra Rómulo Betancourt. El tirano disfruta los dicterios de El Caribe y La Nación igual que las infamias de La Voz del Caribe. Las historias están zurcidas con hilo invisible. Tiempo y actores se abrazan o repelen dentro de un mismo discurso. Un friso con múltiples escenas. No hay forma de detectar sus pliegues.

Son las cinco de la tarde, Trujillo se introduce al despacho del presidente títere Joaquín Balaguer. El tiempo sigue estacionado, pareciera negarse a avanzar, el novelista no tiene prisa por concluir el relato, concede el tiempo requerido, para que sus personajes cuenten de manera meticulosa, los vasos comunicantes que los ligan con los miembros de la cofradía que rodeaba al tirano. La narración adquiere sesgo melodramático. El Chivo se desquicia e irrita, no sabe cómo pudo salir Urania del país. La flaquita lo dejó perturbado. Su hombría quedó puesta en entredicho. El macho cabrío no pudo desfogarse. Ante su impotencia tuvo que romperle el himen con los dedos. El Benefactor evoca en ese momento el talento de sus tres secuaces. Esto no se traduce en simpatía por los intelectuales. En su escalafón, primero en el orden, los militares, luego vienen los campesinos, proseguidos de funcionarios, empresarios y comerciantes. Literatos e intelectuales ocupan el último lugar, incluso después de los curas, a quienes guarda inquina por habérsele volteado.

Cuanto termina de despachar con Balaguer, va y se viste de verde oliva, camina por la Avenida, como lo hace todas las tardes para mantenerse en forma, visita a doña Julia Molina, su madre. Siente placer que los cortesanos disputen espacio para conversar con él mientras caminan. Con olfato de perro y por los informes de Abbes García, sabía que tramaban su muerte. La partida de Urania Cabral a Estados Unidos es un reconcomio incurable. No puede apartarla de su mente. Las monjitas de Santo Domingo —para evitar represalias— la habían enviado becada a Siena Heights University, en Adrian, Michigan. Trujillo disfrutaba de mentira los chistes anti trujillistas, en más de una ocasión asesinó a quienes afirmaban que era descendiente de negros haitianos. Antes de enrumbar a su encuentro con la muerte, acostumbrado como estaba, humilló al general José René Román, secretario de Estado de las Fuerzas Armadas. Aun así este no cumplió el compromiso adquirido con los ejecutores del tirano. Les había prometido sumarse al golpe. Tampoco salva su vida.

El tiempo de Mario Vargas Llosa es circular, después de tantas vueltas —idas y regresos— cierra magistralmente el círculo de una novela histórico-política muy bien lograda. La forma que trastorna los tiempos confiere grandeza a la novela. Como en esas obras de suspenso, dejó para el final la revelación de Urania Cabral. Su familia hasta entonces se entera que Agustín Cabral había puesto en bandeja su virginidad, con la intención de obtener la gracia del Benefactor. El silencio a las cartas que le enviaban, se debe al insólito comportamiento de un padre con su hija. ¿Se avergonzaría Trujillo por su impotencia? Al novelista cabe aplicarle el elogio que dispensa a Onetti, por utilizar el tiempo “como si fuera un espacio, en el que la narración pudiera desplazarse hacia adelante (futuro) o hacia atrás (pasado) en un contrapunto cuyo efecto sería abolir el tiempo real —cronológico y lineal— y reemplazarlo por otro, no realista, en el que pasado, presente y futuro en vez de sucederse uno a otro coexisten y se entreveran”. ¡El brujo sabe de encantamientos! Maneja el tiempo con destreza de relojero. ¡Un mago como pocos!

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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