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La madre: "¿Ya comiste, hijo?”

El personaje de Máximo Gorki, Pelagia, es la madre de nuestra realidad

Luis Rocha Urtecho

30 de mayo 2020

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Pelagia es el personaje principal en la novela “La Madre”, de Máximo Gorki, publicada en 1907 por quien fuera uno de los grandes exponentes del realismo socialista. En aquella Rusia zarista Pelagia es la madre de nuestra realidad y del mismísimo Gorki, en quien no únicamente encontramos al autor de la novela, sino por su propia identificación con ella al personaje hijo de Pelagia, que deviene en conspirador socialista, buscando afanosamente, junto con sus compañeros, “la revolución verdadera” que luego en Nicaragua (Ninguna Parte) , se transformó en “la revolución perdida” de la que habla Ernesto Cardenal.

Pero no nos confundamos con estas trasgresiones mías de realidades en diferentes épocas. Todo es una búsqueda incesante de un origen sublime que es la madre. No perdamos su rastro y menos en estos días en que conmemoramos sus interminables sacrificios. He querido en esa y otras búsquedas ubicar, como si las viviéramos en Nicaragua, a Pelagia, quien en un proceso de transformación política se transforma en madre conversa de Pavel, el líder socialista en ciernes, y de sus jóvenes seguidores, hasta llegar a ser su cómplice. Y así a través de su hijo recupera su razón de ser madre de todos.


Esta novela está inspirada en los sucesos que se produjeron en la fábrica de Sornovo durante la revolución de 1905. La creencia ciega de Gorki, como en su momento lo fue la nuestra, en una verdadera y posible revolución capaz de mejorar la existencia del hombre, está en el contenido fundamental de la novela, y aquí en Nicaragua en “la revolución perdida”. Gorki, lo dijimos, se siente tan identificado con su texto, como si fuese autobiográfico, en parte debido a que su madre sufre un cambio radical, desde que vivía en una casita paupérrima, siendo una campesina rusa cuyo marido fue un hombre cruel que la martirizó física y anímicamente durante los años que duró su matrimonio. Después de la muerte de su marido, Pelagia representará el despertar del pueblo ruso. Ya Pavel se revela como líder político, y “La Madre” experimenta un cambio de actitud hacia esa actividad de proselitismo, y hacia las reuniones de su hijo y compañeros.

En un primer momento su reacción fue de rechazo, un rechazo que tiene su origen en el miedo que ha venido arrastrando a lo largo de su vida. Pero poco a poco su reacción es dejar de ser una simple espectadora para convertirse en protagonista. Colabora activamente en todas las actividades, a las que ella da un tinte religioso, pues desde su punto de vista, religión y socialismo defienden el reino de las clases humildes. Pavel es detenido, y posteriormente ella también. Denunciada por un soplón es golpeada, encarcelada y torturada en lo que puede ser cualquier ergástula de Siberia o Nicaragua. Gorki finaliza la novela sin aclarar (lo que llaman cierre en falso) al lector el destino final de “La Madre”. Eso ocurre en la novela para que en nuestra actualidad sepamos que está aquí, en Ninguna Parte, luchando por la libertad de todos sus hijos prisioneros políticos. Por eso es que sentimos un amor de madre latente en nuestro entorno, y que hay en su supuesta ausencia, un hálito de majestad y ternura.

Enviada por Avaaz recibo una foto con texto explicativo, que dice, sin necesidad del texto, lo que tiene que decir y dice hasta lo que no dice. Avaaz convoca al mundo para evitar situaciones como esta. Ahora la ONU advierte  que el mundo está a punto de enfrentarse a una hambruna de proporciones bíblicas, ¡con 265 millones de personas, como la joven madre de la foto, viviendo, junto con su tierno hijo, inanición en carne propia.

La foto me da su testimonio: Madre hambrienta en India comenzó su travesía con su bebé en los brazos. Se nota que va desesperada y que sujeta firmemente al niño. El niño tan solo va recostado sobre su hombro. La madre se nota cansada por caminar de prisa, pues quiere llegar a tiempo al punto donde tendrá que hacer cola para acceder a comida. Nosotros entonces impotentes sentimos que tenemos que salvar al niño. Que tenemos que salvar a la madre. Los ojos del niño son dos órbitas circundando el hambre. Famélico y escuálido ni siquiera llora. Me recuerda las “Nanas de la cebolla” del poeta español Miguel Hernández, cantadas por Serrat. Me recuerda a una mujer resuelta en luna. Me recuerda el hambre de aquel niño de Miguel Hernández: “En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla/ se amamantaba”. Me recuerda todo, mientras la joven madre de la India  apresura el paso, deteniéndose justo para darse cuenta que no quedó nada. Ni un bocado, y no puedo ni quiero saber si se cerrarán primero de tristeza los ojos del niño, o se cerrarán con desconsuelo los de la madre.

¿Ya comiste, hijo?

Esto lo escribí el año pasado, y siento que lo que dije es igual a lo que recuerdo ahora. Me da tristeza pensar que no por más breve es mejor, ya que estoy constatando día a día, que   cualquier cosa que hoy se diga  sobre la realidad que padecemos, por terrible que sea, el día de mañana será peor y me da vergüenza no poder sacarme del bolsillo un tuco de esperanza que compartir. Entonces me consuelo pensando que para algo servirán estas líneas, pues quedará en ellas plasmada la angustia de una madre por su hijo, a quien habían encarcelado por querer ver la libertad, y a ella, a la pobre mujer, por llegar a preguntar por su hijo “por amor de Dios”. Fue cuando los carceleros burlonamente le respondieron, a su humilde solicitud de que se lo entregaran: “Que Dios te lo entregue, nosotros no.” Y como la anciana insistiera en ver a su hijo, también la encarcelaron por “faltarle al respeto a la autoridad”. En la oscuridad, junto a otras madres, supo que su hijo estaba al lado en la “celda de los políticos”. Sintió un triunfo amargo en sus entrañas, pero triunfo al fin y al cabo. Algo así como un parto. Lo llamó, y su hijo le respondió como si naciera. La alegría de la madre fue inmensa y más luminosa que aquella noche tan oscura. ¡Su hijo estaba vivo! Entonces se sacó de un morralito que protegía en su pecho, el capital de amor que siempre andaba. Se le cayeron algunos pedazos de alma cuando lo hacía, y de celda a celda solo atinó a preguntarle con gran preocupación:

“¿Ya comiste, hijo?”.


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Luis Rocha Urtecho

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