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La farsa del referendo

La actual moda de los referendos refleja la desconfianza hacia los representantes políticos

The Sun asegura que la soberana manifestó en 2011 su descontento con la Unión Europea (UE). EFE

Ian Buruma

10 de marzo 2016

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NUEVA YORK – Los referendos son furor en Europa: en junio, los votantes británicos decidirán si el Reino Unido seguirá formando parte de la Unión Europea; y el gobierno húngaro ha llamado a un referendo sobre la aceptación de su cuota de refugiados, fijada por la UE. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ya ha dicho que Hungría se resistirá a dejarlos entrar. «Todos los terroristas son básicamente migrantes», afirmó. Probablemente el resultado del referendo coincida con su postura.

Tal vez el referendo más extraño tendrá lugar en abril en los Países Bajos, después de una campaña exitosa para convocarlo. Se preguntará a los ciudadanos neerlandeses si los Países Bajos deben firmar un acuerdo de asociación entre la UE y Ucrania. Todos los demás miembros de la UE ya lo han aceptado, pero sin los neerlandeses no puede ser ratificado.


Uno pensaría que los detalles de los acuerdos comerciales y las barreras tarifarias con Ucrania desconcertarían a la mayoría de los votantes neerlandeses, y también podríamos preguntarnos por qué les importaría lo suficiente como para llevar a cabo un referendo, pero los referendos concuerdan con el humor populista que se está extendiendo a lo largo de muchos países, desde los EE. UU. de Donald Trump hasta la Hungría de Orbán.

Los referendos son un ejemplo de lo que se conoce como «democracia directa». La voz del pueblo (o, mejor dicho, del Pueblo) no se hace oír a través de sus representantes electos en el gobierno, sino en forma directa mediante plebiscitos. Cuando Winston Churchill sugirió en 1945 que el pueblo británico debía votar en un referendo sobre si continuar o no con el gobierno de coalición de la guerra, el líder laborista Clement Attlee se opuso. Afirmó que los referendos son poco británicos y constituyen «un dispositivo de dictadores y demagogos».

Attlee estaba en lo cierto. Aun cuando a veces se usan referendos en las democracias representativas —como cuando los votantes británicos decidieron quedarse en la Comunidad Económica Europea en 1975— suelen entusiasmar mucho más a los dictadores. Después de invadir Austria en 1938, Hitler consultó a los austríacos en un plebiscito si querían ser anexados a Alemania. Era una opción que en realidad no podían rechazar. A los déspotas les gusta el respaldo de los plebiscitos porque no solo pretenden representar al Pueblo; sino que son el Pueblo.

La actual moda de los referendos refleja la desconfianza hacia los representantes políticos. Normalmente, en una democracia liberal, votamos por hombres y mujeres con la idea de que estudiarán los temas sobre los cuales los ciudadanos comunes no pueden ocuparse directamente por falta de tiempo y conocimiento suficiente, y decidirán sobre ellos.

Habitualmente no se solicita a los votantes que se involucren directamente en los acuerdos comerciales. Por lo general, un referendo no es un sondeo preciso de las facultades racionales de la gente, ni una prueba de su pericia. Los referendos tienen que ver con lo visceral, que puede ser manipulado fácilmente por los demagogos... y por eso les gustan.

Hasta el momento, el debate por la brexit en Gran Bretaña ha sido casi completamente emocional y se centró en la grandeza histórica británica, los horrores de las tiranías extranjeras o, a la inversa, en los temores de lo que podría ocurrir si se altera el statu quo. Muy pocos votantes británicos tienen la mínima idea sobre cómo funciona en realidad la Comisión Europea, ni sobre el papel que desempeña el Consejo Europeo, pero la mayoría alberga sentimientos relacionados con la posibilidad de un solitario combate de Gran Bretaña contra Hitler, o la perspectiva de verse «inundados» por inmigrantes.

Habitualmente, en un referendo, la gente decide por motivos que poco tienen que ver con la pregunta que se les hace. Algunos británicos pueden decidir abandonar la UE simplemente porque no les gusta el primer ministro David Cameron, que está a favor de quedarse. Los votantes en los países bajos y Francia rechazaron la Constitución de la UE propuesta en 2005. Probablemente muy pocos hayan siquiera leído esa Constitución (que, de hecho, es un documento ilegible). El voto negativo se debió al descontento general con las élites políticas asociadas con Bruselas.

En cierta medida resulta comprensible y no carece de justificación, las negociaciones de la UE son complejas y opacas para la mayoría de la gente, y sus instituciones son remotas. No sorprende entonces que muchos ciudadanos sientan que han perdido el control sobre sus asuntos políticos. Los gobiernos democráticos nacionales parecen cada vez más impotentes y la UE no es una democracia. El deseo de participar en referendos no es solo señal de divisiones nacionales internas, constituye un síntoma adicional de una demanda populista mundial para «recuperar nuestro país».

Esto puede ser en gran medida una ilusión (fuera de la UE, Gran Bretaña en realidad podría tener menos capacidad de decisión sobre su destino que si se queda), pero hay que considerar seriamente la crisis de confianza. Después de todo, aun cuando los referendos a menudo son frívolos, sus consecuencias no lo son. Lo que ocurre en Ucrania es importante. La salida de Gran Bretaña de la UE podría tener resultados devastadores no solo para el Reino Unido, sino también para el resto de Europa. El exitoso ejemplo de la negativa húngara a cooperar para solucionar la crisis de los refugiados podría llevar a que otros países la imiten.

El problema fundamental es que una gran cantidad de personas no se sienten representadas. Las viejas políticas partidarias gobernadas por antiguas élites que ejercen el poder a través de las redes de influencia tradicionales ya no ofrecen a muchos ciudadanos la sensación de participar en una democracia. La extraordinaria influencia de un puñado de multimillonarios en EE. UU. y la falta de transparencia en la política de la UE agravan este problema.

La democracia directa no restablecerá la confianza del pueblo en sus representantes políticos, pero si no se recupera un mayor nivel de confianza, el poder irá a manos de los líderes que afirman hablar con la voz del Pueblo... y de eso nunca salió nada bueno.

Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, y autor de Año cero: historia de 1945.

Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org


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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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