2 de agosto 2017
En el centro de Managua, cuadra por medio se ven enormes carteles proclamando que, por la gracia de Dios, han llegado los "tiempos de victoria". Además del Señor, los promotores de esta victoria son el presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, debida y grandiosamente retratados en los carteles con la mirada dirigida hacia los cielos. Su credo, según se indica en uno de ellos, es "cristianismo, socialismo y solidaridad".
Que un revolucionario socialista –quien inicialmente llegó al poder luego de derrocar al dictador Anastasio Somoza– busque legitimidad en un dios cristiano es curioso. Pero más curiosa aún es la relación que Ortega ha forjado con la comunidad empresarial. Magnates con influencia informan orgullosamente que el gobierno los consulta acerca de toda legislación económica, mientras los críticos acusan al empresariado de "colegislar" con el régimen.
Cuando hace poco el gobierno de estadounidense causó un revuelo al afirmar que el tráfico de influencias y la aplicación arbitraria de las leyes en Nicaragua estaban ahuyentando a los inversionistas extranjeros, José Adán Aguerri, presidente del Cosep, la organización empresarial de mayor importancia del país, salió en defensa del gobierno. Según afirmó, si la Embajada de Estados Unidos le entregaba una lista de las compañías extranjeras que enfrentaban obstáculos, él mismo se encargaría de que se resolvieran sus problemas.
En el centro de Managua hay un parque que lleva el nombre de Salvador Allende, el presidente socialista de Chile que fue derrocado por un golpe militar en 1973, y también una estatua del reciente hombre fuerte de Venezuela, Hugo Chávez, la que con su tono amarillento lo hace parecido a Bart Simpson. Afirmar que los derechos de propiedad no están plenamente seguros en Nicaragua es un eufemismo. El poder judicial suele atenerse a los deseos de Ortega y, en general, se considera corrupta a la administración pública.
En 2015, el Índice del Estado de Derecho elaborado por el Banco Mundial clasificó a Nicaragua en el percentil 28, lo que significa que al 72% de los países tienen mejor desempeño. En el control de la corrupción, Nicaragua ocupa un puesto aún más bajo, en el percentil 19.
No obstante, con la inflación contenida y la economía creciendo a un ritmo sostenido del 4-5% en los últimos años, el sector privado se ve satisfecho y así se comporta. El gran número de grúas en el centro de Managua revela un auge en la construcción de edificios de oficinas.
Desde que Ortega fuera elegido nuevamente en 2007 (dejó el poder en 1990 tras ser derrotado en las elecciones por Violeta Barrios de Chamorro, y perdió también en las elecciones presidenciales de 1996 y 2001) su régimen se ha ido moviendo paulatinamente hacia el autoritarismo. En 2009, una Corte Suprema que él había dominado con sus aliados le permitió eludir el límite a la reelección presidencial y presentarse a las elecciones nuevamente. Con posterioridad, la Asamblea Nacional, que Ortega controla, le ha dado el derecho a buscar un número indefinido de mandatos.
Antes de las elecciones de noviembre pasado, la Corte Suprema le hizo otro favor al impedir la postulación (del partido de) Eduardo Montealegre, el líder principal de la oposición. Ortega fue reelegido con el 72% de los votos. Nadie sabe a ciencia cierta el porcentaje de participación (las cifras oficiales no son de confiar), pero observadores independientes estiman que hasta dos tercios de los electores se abstuvieron de votar.
Las tendencias autoritarias del régimen no han pasado desapercibidas a nivel internacional. Un proyecto de ley que se actualmente se debate en el congreso de Estados Unidos impondría sanciones a Nicaragua si Ortega no actúa para restaurar las libertades democráticas y controlar la corrupción. De aprobarse la legislación, los congresistas estadounidenses deberán votar en contra de préstamos a Nicaragua por parte de todos los prestamistas multilaterales, y el gobierno estadounidense tendrá que elaborar y hacer pública una lista de funcionarios nicaragüenses corruptos.
La combinación de una retórica socialista con un corporativismo favorable a la actividad empresarial es novedosa en América Latina. Algo de ello existió en Ecuador con Rafael Correa, quien dejó la presidencia hace poco luego de haber ejercido tres mandatos. Pero en realidad hay que mirar hacia Asia –Vietnam y China son ejemplos– para encontrar una combinación semejante.
Sin embargo, el modelo de Ortega parece bastante menos sustentable que el de los supuestos socialistas de Asia. El crecimiento de Vietnam se ha basado en una rápida industrialización, que ha sido posible gracias a la integración de las empresas vietnamitas a la cadena de valor regional centrada en China. En Nicaragua no ha ocurrido nada por el estilo. El país continúa dependiendo de exportaciones basadas en recursos naturales: carne de vacuno, azúcar, café, y algo de minería.
El Tratado de Libre Comercio de Centroamérica, que incluye a EE.UU. y a la República Dominicana, ha dado solo un débil impulso a las nuevas exportaciones nicaragüenses. A diferencia de su vecino, Costa Rica, Nicaragua carece de una industria de alta tecnología. Y sus operaciones de maquila son bastante más reducidas que en El Salvador o la República Dominicana, y mucho más que en México. En el Atlas de Complejidad Económica elaborado por investigadores del Kennedy School de la Universidad de Harvard, Nicaragua ocupa el puesto 106 en un total de 124 naciones.
Esta es una de las razones para dudar de la sustentabilidad del crecimiento económico reciente de Nicaragua. Otra es que la ayuda venezolana ha desaparecido. Nadie sabe con certeza cuánto dinero inyectó el régimen de Venezuela en Nicaragua, pero fuentes fiables estiman que fue alrededor de US$500 millones al año por alrededor de una década.
Se trata de un monto muy alto para un país cuyo PIB apenas llega a los US$13 mil millones, y que le permitió a Ortega estimular la economía mientras compraba el apoyo de sectores clave. Pero con la economía venezolana en caída libre y el país sumido en un caos político, dicha generosidad ha llegado a su fin.
Es posible que el reciente crecimiento económico de Nicaragua se deba más a un fenómeno que sería conocido para los vietnamitas: los países de bajos ingresos que logran un mínimo de estabilidad macroeconómica suelen experimentar un período de crecimiento. En economías relativamente atrasadas, en las que "queda todo por hacer", es fácil, al principio, identificar las buenas oportunidades de inversión.
No obstante, a la larga siempre entra en efecto la ley de rendimientos decrecientes. Una vez que se tiene la base de una economía de consumo, para sostener rendimientos altos es preciso desarrollar productos y sectores nuevos, además de penetrar en nuevos mercados.
Esto ha resultado difícil de lograr hasta en países latinoamericanos como Chile, que cuenta con instituciones fuertes y un estado de derecho establecido. Resultará todavía más difícil en Nicaragua, nación donde existe una escasez relativa de capital humano, y cuyas instituciones económicas y políticas son extractivas (en oposición a inclusivas), según la terminología de James Robinson de la Universidad de Chicago y Daron Acemoglu del Massachusetts Institute of Technology (MIT).
Es decir, es probable que una desaceleración económica se produzca más temprano que tarde en Nicaragua. Cuando esto suceda, los empresarios locales se sentirán menos orgullosos de su estrecha relación con un gobierno autoritario. Y al gobierno le resultará mucho más difícil conseguir la conformidad de una población descontenta. Llegado ese momento, las futuras victorias políticas de Ortega y su señora ciertamente van a requerir la gracia de Dios.
*Andrés Velasco, ex Ministro de Hacienda de Chile, es Professor of Professional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos. Copyright: Project Syndicate, 2017.