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La derrota de la política de “deshechos humanos”

La política de exterminio ha tropezado con la resistencia generalizada y multiforme de la población nicaragüense dentro y fuera del país

Silvio Prado

15 de junio 2022

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En estos días, los presos encarcelados en la última redada de la dictadura cumplen un año de cautiverio. Un año sin derecho a nada, lo que es lo mismo: a merced de sus verdugos. Otros capturados antes llevan aún más tiempo en semejantes condiciones. Enorme contraste con lo ocurrido al cabecilla de la dictadura, quien, habiendo sido capturado con todos los agravantes posibles por militar en una organización armada, tuvo más derechos que cualquiera de los más de 180 presos políticos que hoy retiene en su poder. Tanta negación de los derechos humanos tiene el sello de otras dictaduras: el exterminio, sacarlos de la cárcel solamente muertos o en tal deterioro físico y mental que no sean más que deshechos humanos.

Cuando la justicia es secuestrada por un grupo de personas en nombre de una ideología política desaparece el principio de la igualdad ante la ley para hacer prevalecer la discrecionalidad del poder; por extensión, los derechos humanos pierden todo su valor hasta convertir en seres prescindibles a quienes no piensen como el dueño del circo. Entonces ocurre lo que pasa en Nicaragua: la imposición por la dictadura de la lógica del deletus -equivalente en español a borrar, destruir, suprimir, tachar- en contra del enemigo suyo de todos los días. Es lo que un grupo de académicos españoles denominan justicia de exterminio refiriéndose a lo practicado por el franquismo en contra de quienes defendieron la Republica.


Bajo este predicamento, la dictadura cada día reprime con ánimo de borrar un segmento de la sociedad “no por lo que han hecho, si no por lo que son y piensan”, como ha quedado demostrado en las pantomimas de juicios: fiscales y jueces, incapaces de probar crímenes contra la seguridad nacional, no han aportado otras pruebas que mensajes de WhatsApp, notas de Facebook y opiniones vertidas en medios de comunicación. Es decir, les han condenado por ser opositores y tener ideas contrarias a la dictadura.

Por estas sinrazones hay más de 180 personas marchitándose –literalmente- en las mazmorras del régimen en condiciones solo comparables con los campos nazis de exterminio: se les tortura noche y día, se les aísla en celdas oscuras o con la luz encendida todo el tiempo, no se les permite leer ni si siquiera las cartas de sus hijas e hijos pequeños y sobre todo se les está matando de hambre infra alimentándoles. La dictadura busca el desquiciamiento mental de sus rehenes y el deterioro irreversible de su salud: quiere convertirles en despojos humanos para que no representen nunca más una amenaza.

Nadie está a salvo de esta política de deshechos humanos que persigue anular los umbrales de ciudadanía construidos durante siglos sobre la doctrina de los derechos humanos. El mensaje que deja es claro: no hay derechos conquistados que no sean reversibles por las vías de hecho, pero también por el anti derecho. Discrepar del Gobierno se ha vuelto peligroso, no importa de qué lado se esté, si en la mayoría social que rumia su rabia en silencio, o en la minoría política que dice apoyar al sátrapa en voz alta pero que vive en el alambre, temerosa de ser tomada por traidora por los guardianes de la ortodoxia.

Bajo la dictadura orteguista las conquistas alcanzadas por las luchas sociales, acumuladas desde el siglo XVIII, han perdido toda validez al perder su universalidad. No hay derecho que no haya sido revisado, relativizado o sometido a la prueba de la lealtad a la familia gobernante. Si se es leal, se es “compañero”, “hermano” que merece la impunidad como la mayor gratificación selectiva concedida por la jerarquía. Quienes están en el otro bando, el de los “traidores” y de los “hijos de perra”, sólo pueden esperar la condena del deletus, el borrado literal de sus derechos, como ocurriera con los registros académicos de los estudiantes expulsados, con los pasaportes de los exiliados y los retenidos dentro de Nicaragua, con los expedientes de los asesinados y, por supuesto, con las garantías de todas las personas apresadas por el régimen. Pero la línea que separa uno de otro es tan volátil como el temperamento del duopolio gobernante: lo normal es que los primeros acaben en la otra orilla cuando su utilidad haya caducado y pasen un día cualquiera a engrosar la categoría de los desechables. Es lo que ha ocurrido con un conocido crítico de las filas del “partido”.

Sin embargo, esta política de exterminio ha tropezado con la resistencia generalizada y multiforme de la población nicaragüense dentro y fuera del país que se niega a olvidar a sus presos políticos y a otras víctimas de la represión. No ha habido un solo día sin que en algún rincón de Nicaragua o el extranjero no haya habido una iniciativa por la liberación de los presos y por el acceso a la justicia de todas las víctimas del régimen. Todos los días se documenta una nueva violación de derechos humanos, se denuncia, se divulga por los cinco continentes, de modo que -salvo los militantes de la doble moral que todavía fingen demencia ante atropellos que no dudarían en condenar bajo otros gobiernos- no hay quien no reconozca que la crisis de Nicaragua es, en esencia, una crisis de derechos humanos.

Ni pugnas por el poder entre facciones enfrentadas, ni guerra civil entre bandos armados; no, lo que pasa en Nicaragua es la lucha por hacer el valer, en palabras de Arendt, el derecho a tener derechos, frente a un régimen que quiere lo opuesto: deshechos, personas sin voluntad ni valor para luchar por el cambio político.

Gracias a esta movilización extendida, quizás se pueda hablar por primera vez de un movimiento autónomo de los derechos humanos en Nicaragua al igual que ocurriera en Chile, Argentina, Guatemala y los países del Este europeo que no tuvieran más alternativa que batirse con las banderas de los derechos humanos frente a regímenes autoritarios.

El orteguismo fracasará en su política de producir deshechos humanos a gran escala para gobernar sobre zombis, y el fracaso será el resultado de un pueblo que se niega al olvido ni a dejar que se pudran sus familiares y amistades en las mazmorras del opresor. Recordando a Allende se puede afirmar que “mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor", a lo que se puede agregar que al cambio cualitativo contribuirán las mujeres que desde su aislamiento derrotan cada día a los esbirros, a quienes verán del otro lado de las rejas que hoy las aprisionan.

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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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