27 de noviembre 2019
Ya resultaba claro hace 30 años que la caída del Muro de Berlín cambiaría todo. Pero exactamente qué implicaría ese cambio para la política mundial en el siglo XXI todavía está por verse.
En 1989, la Unión Soviética, y el comunismo en general, habían condenado a decenas de millones de personas a la pobreza, y claramente no habían podido competir con el modelo económico occidental. Durante cuatro décadas, la Guerra Fría se había cobrado millones de vidas en diferentes teatros en todo el mundo (donde el conflicto era mucho más caliente de lo que sugiere su nombre) y había creado un pretexto para la represión y el predominio de las élites en decenas de países de América Latina, África y Asia.
Sin embargo, a pesar de todas sus implicancias positivas, la era de la post-Guerra Fría alteró drásticamente el proyecto socialdemócrata occidental: el sistema de redes de seguridad, regulaciones, servicios públicos universales, políticas impositivas redistributivas e instituciones del mercado laboral que durante mucho tiempo habían protegido a los trabajadores y a los menos afortunados. Según el politólogo Ralf Dahrendorf (tal cual fue citado por el difunto Tony Judt), ese consenso de políticas había significado “el mayor progreso que haya visto la historia hasta la fecha”. No sólo había limitado y luego reducido la desigualdad en la mayoría de las economías avanzadas; también había contribuido a décadas de crecimiento sostenido.
El crecimiento económico de la era de posguerra nació de mercados altamente competitivos, que habían sido creados a través de regulaciones para destrozar a los monopolios y a los conglomerados poderosos. También dependía de un sistema de educación pública solventado generosamente, y de innovación financiada por el gobierno. La proliferación de buenos empleos bien remunerados durante ese período fue el resultado de instituciones del mercado laboral que impidieron que los empleadores ejercieron poderes excesivos sobre sus empleados; sin estas restricciones, las empresas habrían generado empleos de bajos salarios con condiciones laborales muy duras.
La socialdemocracia desempeñó un papel igualmente importante en la política. Sus instituciones redistributivas y sus programas de estado benefactor no podrían haber sobrevivido si las no-élites no hubieran ejercido un poder político. Se alcanzó una amplia participación política a través de reformas destinadas a expandir el sufragio y profundizar los procesos democráticos. Estuvo respaldada por partidos políticos poderosos, como el Partido de los Trabajadores sueco, y por los sindicatos. Y fue impulsada por ideas universalistas que motivaron a la gente a respaldar y defender la democracia.
En muchos sentidos, Estados Unidos no fue diferente de sus pares de Europa occidental. A través del Nuevo Trato y durante las eras de posguerra, de manera entusiasta atacó a los monopolios y circunscribió la influencia política de los ricos. Instituyó pensiones por edad avanzada y discapacidad administradas por el gobierno (seguridad social), beneficios de desempleo y tributación redistributiva, a la vez que adoptó diversas medidas anti-pobreza. Si bien expresaba un lenguaje anti-socialista, adoptó de todos modos la socialdemocracia con características norteamericanas –lo que implicaba, entre otras cosas, que su red de seguridad social era más débil que en otros países.
Nada de esto se puede entender en ausencia del comunismo. Después de todo, los movimientos socialdemócratas surgieron de partidos comunistas, muchos de los cuales –incluidos los socialdemócratas en la Alemania de posguerra y el Partido Socialista francés- no abandonaron la retórica socialista hasta bien entrados los años 1960, o inclusive los años 1980. Si bien los partidos que resultaron ser más exitosos a la hora de crear nuevas instituciones del mercado laboral, como el Partido de los Trabajadores sueco o el Partido Laborista británico, normalmente habían repudiado su marxismo anterior, seguían hablando el mismo idioma que sus primos marxistas.
Más concretamente, las propias élites abrazaron el pacto socialdemócrata como una manera de impedir la revolución comunista. Fue este modo anticomunista de socialdemocracia lo que motivó a intelectuales como el economista John Maynard Keynes, uno de los arquitectos del orden de posguerra, y a líderes políticos desde los presidentes Franklin D. Roosevelt hasta John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson en Estados Unidos. De la misma manera, la amenaza del comunismo (de Corea del Norte) llevó a los líderes surcoreanos a implementar reformas agrarias ambiciosas e inversiones en educación, tolerando a la vez cierto grado de actividad sindical a pesar de su deseo de mantener bajos los salarios.
Pero cuando el comunismo colapsó –como sistema económico y como ideología-, le derribó las patas al taburete socialdemócrata. Enfrentada repentinamente con la necesidad de inventar una ideología nueva, igualmente inclusiva e igualmente universalista, la izquierda demostró no estar a la altura de la tarea. Y, al mismo tiempo, los líderes de una derecha ya en ascenso interpretaron el colapso del comunismo como una señal (y una oportunidad) para hacer retroceder a la socialdemocracia en favor del mercado.
Sin embargo, por una cantidad de razones, la adopción de esta agenda en gran parte de Occidente fue un error. Por empezar, ignoró el aporte que el estado benefactor, las instituciones del mercado laboral y las inversiones gubernamentales en investigación y desarrollo habían hecho al crecimiento de posguerra. Segundo, no anticipó que desmantelar las instituciones socialdemócratas debilitaría a la propia democracia, empoderando aún más a los políticos en funciones y a los ricos (que se volverían mucho más ricos en el proceso). Y, tercero, ignoró las lecciones de los años de entreguerras, cuando la falta de oportunidades económicas generalizadas y fuertes redes de seguridad había generado las condiciones para el ascenso del extremismo de izquierda y de derecha.
El presidente norteamericano Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher pueden haber imaginado un mundo con mercados más eficientes y controles menos burocráticos. Pero la revolución política que lanzaron ha culminado en la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos y un gobierno liderado por Boris Johnson en el Reino Unido.
El pacto socialdemócrata ahora necesita ser reformulado para el siglo XXI.
Con ese fin, necesitamos reconocer los problemas que enfrentan las economías avanzadas, desde una desregulación descontrolada y finanzas desbocadas hasta cambios estructurales generados por la globalización y la automatización. También necesitamos formar una nueva coalición política que sea lo suficientemente amplia como para incluir a los trabajadores industriales, que siguen estando entre los segmentos más políticamente activos de la población, aunque sus números hayan caído.
Pero, más importante, debemos reconocer que recortar el poder de las grandes empresas; ofrecer servicios públicos universales, incluida atención médica y educación de alta calidad; proteger a los trabajadores e impedir el crecimiento del empleo precario de bajos salarios, e invertir en I&D no son sólo políticas que deberían ser evaluadas en términos de sus consecuencias económicas. Son la esencia del proyecto socialdemócrata, y las bases de una sociedad próspera y estable.
Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, es uno de los autores (junto con James A. Robinson) de The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty.
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