31 de agosto 2023
La larga y zigzagueante democratización de América Latina ha sido caracterizada por debates superpuestos. En los ochenta predominaba la agenda de los derechos humanos, el verdadero motor de la transición. Luego el énfasis estuvo puesto en la organización del proceso electoral y la importancia de la primera elección, “fundante”. Y ya en los noventa el problema de la calidad democrática se hizo medular.
Es decir, sus déficits en las áreas de separación de poderes y derechos ciudadanos se hicieron visibles, no obstante la regularidad y aceptable robustez de los procesos electorales. En otras palabras, los votos se cuentan bien y el vencedor llega al poder, decíamos, pero una vez allí su discrecionalidad crece a expensas de las otras ramas del Estado; es una democracia “delegativa” más que representativa. En el camino se altera el equilibrio de poderes en detrimento de los derechos y garantías constitucionales; la democracia se torna así “iliberal”.
El problema es que, extendida en el tiempo, la erosión de los pesos y contrapesos politizará la justicia, siendo su consecuencia inevitable, a su vez, la judicialización de la política. En este contexto, la robustez de los procesos electorales ya no se puede dar por sentada. No se vota de manera enteramente libre ni justa en una cancha inclinada, allí no hay certeza de la transparencia de los resultados.
De esto hablamos cuando nos referimos a la contracción o recesión democrática de América Latina. No se trata tan solo de déficits, como en la discusión de los noventa sobre democracias delegativas e iliberales. Rápida o lentamente, buena parte de la región se desliza hoy hacia la autocracia. Estos rasgos estilizados retratan lo observado en el reciente proceso electoral de Guatemala, caso que ha generado partes iguales de preocupación y de esperanza.
En efecto, un poder judicial con una larga historia de opacidades, un Ministerio Público politizado desde adentro por un sistema de estratificación de fiscalías con diferentes jerarquías y, por ende, plagado de conflictos, interfirió en el proceso electoral desde la primera vuelta. Así, el Tribunal Supremo Electoral fue acosado con incesantes acciones judiciales contra sus funcionarios, objeciones al registro de candidatos y cuestionamientos al sistema de transmisión de resultados, entre otros componentes vitales del sistema electoral. Y ello en ambas vueltas.
De manera análoga, el partido Semilla y su candidato presidencial Bernardo Arévalo fueron judicializados, así como su rival en ambas vueltas, Sandra Torres de UNE, lo había sido en el ciclo electoral anterior. Es importante recordarlo, ya que cuando se politiza la justicia se ingresa en el resbaladizo terreno del “todo vale”; o sea, se vuelve rutinario contaminar el proceso electoral con acciones pseudo judiciales. Y casi nunca se trata de una historia de un solo capítulo.
Además, es una estrategia que exhibe una notable miopía política. Si en esta elección “tan solo” buscaban dejar a Arévalo fuera de carrera, el asedio judicial resultó su mejor aviso de campaña. De ser un desconocido pasó a las portadas de todos los periódicos internacionales; de obtener 11 puntos en primera vuelta llegó a 58 en la segunda; y Guatemala, por su parte, quedó en el ojo de los organismos de derechos humanos. De aquí en más, será difícil continuar con las rutinas del pasado.
Así fue como Arévalo venció por la incontestable diferencia de 21 puntos, 58 a 37 por ciento. La elección se desarrolló de manera pacífica y transparente. El tribunal electoral hizo su trabajo con eficiencia y los resultados oficiales fueron corroborados por todas las misiones de observación, tanto guatemaltecas como internacionales, y aceptados por el presidente Giammattei, quien reiteró su compromiso con una transición normal e invitó al presidente electo, el segundo más votado en la historia del país, a dialogar.
En menos de 24 horas ya se habían manifestado más de 20 países y organismos internacionales para felicitar al pueblo de Guatemala y a Bernardo Arévalo. En un contexto auspicioso, sin embargo, el Ministerio Público reinició acciones después de la segunda vuelta. De hecho, el día 23 solicitó al Congreso del país la suspensión del partido Movimiento Semilla.
Antes que eso, también después de la segunda vuelta, la Fiscalía solicitó el retiro de inmunidad de dos magistrados del Tribunal Supremo Electoral, supuestamente por haber permitido la inscripción de un candidato que no cumplía con los requisitos establecidos en la Constitución.
El establishment judicial persiste en ignorar el mensaje fundamental de la elección del 20 de agosto. Desconoce que la liturgia de la democracia comienza y se renueva en una ceremonia originaria: el voto. Y omite que violar la integridad de dicha ceremonia corrompe todo el proceso de gobierno posterior. La democracia deja de ser tal si los ciudadanos son despojados de su principal derecho político: el sufragio, elegir y ser elegido con certidumbre.
El país todo se encuentra en un cruce de caminos: persistir en las antiguas formas patrimonialistas de dominación o aprovechar esta oportunidad para abrazar la democracia con convicción. Ello supone fortalecer los mecanismos constitucionales que le dan sentido, sustancia y estructura a la democracia; es decir, forjar una verdadera ciudadanía democrática.
En ese camino, la visibilidad que ha tenido esta verdadera carrera de obstáculos también es una oportunidad: consolidar una agenda de derechos humanos que permita al nuevo gobierno actuar en la arena internacional con credibilidad. Lo dicho, preocupación pero también esperanza.
*Texto original publicado en Infobae