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Gabo, el Dr. Vargas y Mr. Llosa

Es curioso que García Márquez y Vargas Llosa llegaran a ser tan buenos amigos. ¿Qué los unió tanto y por qué acabaron sin hablarse?

Mario Vargas Llosa (der.) junto a Gabriel García Márquez en una imagen sin fechar de la década de 1970. // Foto: EFE/Archivo

Manuel Iglesia-Caruncho

19 de abril 2025

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El 5 de septiembre de 1967, la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima acogió un diálogo inolvidable entre dos premios Nobel de Literatura que aún no lo eran: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Ya habían sido laureados, el primero por sus lectores, pues acababa de publicar con enorme éxito Cien años de soledad, y el segundo por el premio Rómulo Gallegos, que en su primera edición recayó en La Casa Verde. Gabo y Mario tenían entonces, respectivamente, 41 y 32 años. Según recoge el libro de reciente publicación: Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina, el encuentro colapsó el aforo del auditorio, con más de trescientas sillas, y la conversación entre aquellos individuos, los dos más grandes de la novela española del último siglo —junto a Carpentier—, fue histórica.

Ninguna frase, ninguna palabra de aquel conversatorio, que tomó la forma de una entrevista de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, tiene desperdicio. Fue allí donde Gabo dijo aquello de: “Escribo para que mis amigos me quieran más”, y también donde se refirió al papel subversivo de la novela, aunque puntualizó que, cuando ese papel se busca deliberadamente, “desde ese momento ya el libro es malo”. También allí, Vargas Llosa indagó sobre lo que determina la calidad de una obra literaria y sobre los materiales con los que trabaja un escritor y concluyó que se componían de experiencias personales y culturales, hechos históricos y hechos sociales —como las revueltas en las plantaciones bananeras que García Márquez inmortalizó en Cien años de Soledad—, elementos que después se hacen pasar por el lenguaje y se convierten en una realidad imaginaria.

Hablaron de Borges, a quien admiraban por la riqueza de su prosa y su imaginación, aunque su obra no les entusiasmaba. Y admitieron una gran deuda con Faulkner, cuyo influjo dijeron encontrar en todos los escritores de su generación. Faulkner, diría Mario Vargas Llosa en otra ocasión, “nos había puesto en contacto con la técnica moderna, con una manera de contar sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista…”.

De aquellos dos monstruos de la narrativa, Gabo era el más emocional, el más vital, el que funcionaba a base de intuición e instinto, y Mario el más analítico, el más cerebral, aunque ninguno daba puntada sin hilo. Ambos, tanto en su literatura como en su vida, mantuvieron posiciones inconformistas. Gabo, incluso, pasaba temporadas en Cuba todos los años, donde presidía la Fundación de Cine Latinoamericano y donde cultivó la amistad con Fidel Castro. Según escuché en una cena informal a Felipe Pérez Roque cuando era canciller de Cuba, el escritor pasaba a Fidel algunos manuscritos y éste los leía, subrayaba y devolvía con comentarios meticulosos anotados al margen, del tipo: “En tal página dices que tal hecho ocurrió en un determinado año, pero más adelante, en tal otra, datas un evento posterior como si hubiera acontecido antes…”.

García Márquez murió sin dejar nada escrito sobre Fidel y para vencer esa tentación debió de luchar encarnizadamente consigo mismo. Es lo que correspondía entre amigos y es también una verdadera lástima, pues las historias y anécdotas que podría reflejar una obra literaria semejante serían inigualables. Un botón de muestra me llegó a través de un amigo de Gabo, cuando ya ni el escritor ni Castro se encontraban en este mundo. Gabo le contó que Fidel le había dicho: “No sé vivir sin mandar”. No es que no lo aventuráramos pero convendrán conmigo en que no es lo mismo imaginar esas palabras que encontrárnoslas en una novela de Gabo. En Dos soledades, Gabo cuenta que buscaba un personaje “para el cual todo fuera posible”, “alguien lleno de superstición, de magia y de un inmenso poder”. Entonces escribió El Otoño del Patriarca pero, ¿quién hubiera representado mejor que Fidel ese “gran animal mitológico de América Latina” que buscaba?

Gabo era un tipo de una pieza, además de divertidísimo, y cualquiera mataría por ser amigo suyo. Su libro Vivir para contarla, en el que narra su vida hasta los ventitantos años, no tiene desperdicio, como no lo tiene ninguna de sus más de dos docenas de obras, aunque para Mario Vargas Llosa la menos lograda fue precisamente El Otoño del Patriarca. En fin, a Gabo, por no faltarle, no le faltó ni siquiera la prohibición de pisar territorio norteamericano, un galardón que antes honraba a quien se lo concedían.

Muy al contrario, Mario Vargas Llosa es un personaje complejo, bifronte, contradictorio como si contuviera en su mismo ser al Dr. Jekyll y a Mr. Hyde y como si ingiriese cada cierto tiempo esa pócima que hace emerger la personalidad oscura que al parecer todos los seres humanos llevamos dentro —aunque algunos más que otros.

Así que, por un lado, está ese escritor excepcional, el Dr. Vargas, muy capaz de mostrar un conocimiento exacerbado de su oficio desde su primera obra, La ciudad y los perros, una de las novelas más sobresalientes de la literatura en castellano del siglo XX. El juego de voces y los saltos cronológicos que Vargas consigue, así como las incógnitas que no despeja por completo ni al final de la novela, parecen unos recursos literarios increíbles para un autor primerizo.

Después vino La casa verde, la que mereció el premio Rómulo Gallegos, y a continuación Conversación en la Catedral, otra obra extraordinaria, esa en la que el protagonista Zavala, se pregunta: “¿En qué momento se jodió el Perú?”, una novela aplaudida también por su difícil arquitectura y su elaborado argumento. Aunque Mario Vargas Llosa no pudo mantener siempre el listón tan elevado, todavía escribió otras grandes obras, como La Guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo.

Pero junto al Dr. Vargas aparece un Mr. Llosa profundamente reaccionario sobre todo en sus colaboraciones con medios periodísticos. En ellos llegó a pedir el voto para Keiko Fujimori en Perú, un personaje de lo más parecido a la Le Pen francesa; ha elogiado a Iván Duque e incluso a Uribe, bajo cuya presidencia se produjeron los increíbles casos de los “falsos positivos” en Colombia y, en fin, ya puestos a enaltecer, no sólo lo ha hecho con Margaret Thatcher, a quien ensalzó afirmando que “Gran Bretaña jamás estuvo tan bien desde la II Guerra Mundial como con ella”, sino también con las corridas de toros o las peleas de gallos. Para ser justos, en otros asuntos, como la eutanasia, ha mostrado un alma liberal alejada de las religiones que pretenden gobernar hasta nuestra vida más íntima. Conservador en lo político, liberal en lo íntimo y subversivo en lo literario, tal es el espíritu tricéfalo que caracteriza a Mario Vargas Llosa.

Y la pregunta es: ¿a qué responde la aparición de esa alma conservadora en el escritor inconformista? Algo habrá influido el hecho de que el joven Marito que protagonizó la Tía Julia y el escribidor, aquel reportero enamorado que comenzaba su carrera sin nada que perder, se haya convertido en un influyente personaje con mucho que conservar. Pero la edad y la fortuna no pueden explicar por completo la existencia de Mr. Llosa pues, hasta en sus obras recientes, la literatura del Dr. Vargas es cuestionadora.

Vean en Tiempos recios, publicada en 2019, como cuenta que la United Fruit Company se lanzó a un plan de comunicación sin precedentes en los años 50 para convencer al Gobierno de EE. UU. de que en Guatemala se habían instalado los comunistas. El motivo: que el Gobierno de Juan Jacobo Arbenz impulsaba una reforma agraria que se atrevía con las tierras ociosas de los latifundios de la United. EE. UU. apoyó entonces, como tenía por costumbre, un golpe de Estado que derogó la Ley de Reforma con tanta prisa como fusiló y encarceló a los opositores. Mario Vargas Llosa afirma que otra hubiera sido la historia de América Latina si EE. UU. hubiera aceptado la modernización y democratización de Guatemala: “Los efectos de la intervención fueron la proliferación de las guerrillas y el terrorismo y los Gobiernos dictatoriales militares (en América Latina)”. Eso concluye, nada menos.

Entonces, de nuevo, ¿cómo explicar que, todavía hoy, junto a un escritor rebelde conviva un articulista conservador como la copa de un pino? Pienso que la mejor respuesta la ofreció el propio Mario Vargas Llosa cuando, en aquel encuentro de hace medio siglo, apuntó esto: “Yo lo que creo es que toda buena literatura es irremediablemente progresista, pero con omisión de las intenciones del autor”. Y: “… todo gran escritor, aun cuando sea reaccionario, se evade de esas convicciones para describir la realidad auténticamente tal como es, y no creo que la realidad sea reaccionaria”.

Mario Vargas Llosa aplicaba estas reflexiones a Borges, a quien consideraba “de una mentalidad profundamente conservadora… pero que, en cuanto creador, no es un reaccionario”. Ahora bien, ¿no estaría con estas palabras, escondiéndose a sí mismo detrás de Borges? ¿No se ha dicho siempre que una cosa es el artista y otra su obra?

Entonces, no es tan curioso que Gabo y Mario siendo tan diferentes llegasen a ser amigos, pues les unía la buena literatura; esa que como dijo Gabo, “no sirve para exaltar valores establecidos”, sino que “ayuda a que el lector entienda mejor cual es la realidad política y social de su país o de su continente”. Y tampoco es extraño que después se distanciaran tanto, hasta el punto de retirarse la palabra. Pero, y esto es muy novelesco, no porque mantuvieran distintas posiciones literarias, o políticas, o respecto a la revolución cubana —el “caso Padilla” que tanto distanció a Mario de Cuba, Gabo lo encajó sin romper con Fidel—. No, no se distanciaron por grandes razones, como cabría imaginar ante divinidades de las letras, sino por mundanos líos de celos nunca suficientemente explicados, pero que acabaron en el puñetazo que atizó Mario Vargas Llosa a Gabo. Algo que los hace mortales y que ofrece otra de las claves de sus éxitos.

*Este artículo se publicó originalmente en Mundiario.

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Manuel Iglesia-Caruncho

Manuel Iglesia-Caruncho

Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional y en la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay.

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