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Europa: la democracia pasa a la resistencia

En Europa los partidos democráticos mantienen en lento retroceso su mayoría y los partidos nacional-populistas avanzan

El Parlamento Europeo se prepara para la retransmisión de los resultados de las elecciones europeas en Bruselas. Foto: EFE/Olivier Hoslet

Fernando Mires

17 de junio 2024

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La consecuencia inmediata de las elecciones europeas es conocida. Enfrentamos el crecimiento de la que opinadores y especialistas llaman extrema derecha, apelativo que más bien cumple la función de conservar la geometría del orden político de la modernidad industrial el que, evidentemente ya ha perdido vigencia durante la era de la modernidad digital.

El término extrema derecha —ya impuesto en los medios— no deja de ser problemático. Según su literalidad, “extrema derecha” (así como “extrema izquierda”) designa un borde donde vemos un pie dentro y otro fuera del sistema político. Pero no es así. Probablemente fue así en algún momento. Mas no en países donde la llamada extrema derecha se ha convertido en primera o segunda fuerza electoral. Así ha sucedido en Francia, Hungría, Austria, Polonia, Alemania, Portugal. Sin ser centrista, la derecha extrema ya ha invadido el centro.


Dicho de modo más convencional: con la entrada del nacional-populismo al sistema nos encontramos frente a un nuevo orden político, uno que integra en sus interiores no solo a una oposición sino a negadores radicales de la democracia liberal. Hablamos de una nueva formación política europea cruzada por una, también nueva, línea demarcatoria. A un lado el bloque político tradicional de la modernidad (conservadores, liberales socialdemócratas, más algunas representaciones ecologistas); al otro, los llamados partidos de la derecha extrema (más algunos fragmentos de extrema izquierda) emergentes e insurgentes a la vez.

Los extremistas vinieron para quedarse

El resultado electoral de junio, desde un punto de vista matemático, puede ser leído como un éxito del bloque formado por los partidos tradicionales. En Alemania el 65% votó centro con una amplia mayoría de los socialcristianos. En España el 70% votó centro o centro derecha. Incluso en Italia (38:48) y Francia (37:47) la ultraderecha quedó en minoría. A nivel europeo vemos una coalición de centroderecha, centro-izquierda y verdes con 453 de las 720 diputaciones en contra de 272 de la centro derecha. Desde el punto de vista matemático, el centro político europeo pareciera estar fuera de peligro. Sin embargo, desde el punto de vista político, no es así.

Dos razones nos permiten hablar de un triunfo político del nacional-populismo. La primera su fuerza tendencial. El crecimiento de la llamada ultraderecha comparado con el obtenido en elecciones pretéritas es simplemente vertiginoso; eso es indiscutible. No sabemos si está tendencia continuará. Probablemente será así; no hay nada más contagioso que una tendencia electoral en ascenso. Pero, aunque así no fuera, y suponiendo incluso que el crecimiento del extremo nacional populista hubiera tocado techo, el resultado lo deja en condiciones de negociar alianzas, principalmente con las derechas centristas, de tal modo que los nacional-populistas pueden acceder a Gobiernos regionales e incluso nacionales si las derechas clásicas se dejan seducir por los puñados de votos que a veces requieren para sobrepasar a las izquierdas centristas. De hecho, a nivel comunal y regional, esto ha sucedido en diversos países y ahora está sucediendo a nivel nacional en Holanda, en Austria y, más recientemente, en Francia.

Si estamos frente a una tendencia irreversible, nadie puede saberlo todavía. Por ahora nos encontramos ante un escenario en donde los partidos democráticos mantienen en lento retroceso su mayoría y los partidos nacional-populistas avanzan, obligando a los primeros a asumir posiciones defensivas, esto es, a resistir. La política europea ha pasado a ser, al menos para el bloque de “los tradicionales”, existencial. La relaciones antagónicas —que son la esencia de la política— se han vuelto más agudas que nunca.

“El centro resiste” fue precisamente un titular de uno de los tantos artículos aparecidos al día siguiente de las elecciones europeas. Esto significa que la línea que separa a las izquierdas con las derechas, si bien no ha sido sustituida con la entrada  en escena de los partidos nacional populistas, deberá coexistir con otra línea divisoria paralela: la que separa al centro democrático tradicional con la derecha extrema (o nacional-populista).

Cierto, la realidad es más compleja que sus esquemas. Es sabido por ejemplo que las derechas extremas, a fin de acceder a posiciones de Gobierno, pueden limar algunas aristas demasiado radicales de sus discursos, abriendo alas de convergencia con las derechas tradicionales. Este ha sido el ejemplo dado por Reagrupación Nacional de Le Pen y los Hermanos de Meloni. El hecho de que Le Pen se haya distanciado de las posiciones nazis que alberga su símil alemán, AfD, fue un mensaje dirigido evidentemente al conservatismo democrático francés, algo así como diciendo: “chicos, nosotros somos extremistas pero no nazis”.

Si las alianzas políticas que deberán contraer los partidos de la derecha extrema domesticarán el salvajismo político que entre muchos de sus contingentes impera, o si estos, de modo sutil, cosmetizarán sus intenciones para imponerlas cuando llegue el momento preciso, está por verse. Al fin y al cabo no sería esta la primera vez que la política civiliza a partidos enardecidos, pensarán muchos trayendo al recuerdo las socialdemocracias de sus tiempos originarios, o los partidos verdes cuando, abandonando la escena extraparlamentaria accedieron al plano electoral. Pero también hay ejemplos en sentido contrario. Hitler ayer, y más recientemente Putin, lograron imponer su extremismo simulando posiciones moderadas, engañando a sus adversarios nacionales e internacionales.

Lo cierto es que de un modo u otro va imponiéndose una tensa cohabitación entre los partidos de centro y los extremistas de hoy. Quiero decir, no estamos frente a un fenómeno esporádico. Los extremistas vinieron para quedarse y, queramos o no, tendremos que contar durante muchos años con su activa presencia en los áridos paisajes de la política europea.

La presencia amenazante del extremismo ha obligado al centro político europeo a pasar a la defensiva. Convertir la posición defensiva en una lucha de resistencia democrática será la dura tarea que los partidos de centro tienen por delante. Pero eso no será nunca posible si esos partidos no logran encontrar las razones que explican por qué los extremos avanzan hacia el centro político.

Para decirlo de modo más claro: no basta denunciar a los nacional populistas por sus excesos, ni tampoco catalogarlos como neofascistas y putinistas (aunque en muchos casos lo sean) si no entendemos que, si esos partidos están creciendo, es porque han ocupado espacios y temas que los partidos tradicionales no han sabido o podido ocupar, temas que son vistos por grandes sectores de la ciudadanía como reales o verdaderos.

El tema migratorio

El primero de esos temas es el más decisivo. Me refiero, como es posible suponer, al de las migraciones. Sin ese tema los partidos de la extrema derecha no existirían. Un tema, si se quiere, sobredeterminante. A la vez, un tema al que los partidos tradicionales temen mencionar con el objetivo iluso de no crear más tensiones sociales de las que ya hay. 

Para los partidos nacional-populistas detener las migraciones, sobre todo las que provienen desde países islámicos, es un imperativo nacional, patriótico y cultural. A partir de esa premisa han iniciado su campaña en contra del orden político prevaleciente. Sin embargo, es precisamente en relación al tema de las migraciones donde muestran su miseria política. Todos esos partidos, en efecto, se pronuncian contra las migraciones, así como todos estamos en contra del hambre y de las guerras, pero hasta ahora no hay ningún partido nacional-populista —aparte de las locuras de la extrema derecha alemana, AfD, cuando habla de re-emigración o de repatriación— que nos presente un serio programa frente al fenómeno migratorio. ¿Mediante deportaciones masivas, como ha sugerido el ultraextremista AfD? ¿Rodeando a las naciones con muros y alambradas eléctricas? No hay respuesta. El problema es que ese silencio es compartido por los partidos tradicionales los que tampoco saben cómo enfrentar a esas masas migratorias que, en columnas y canoas, avanzan desde África y Asia hacia Europa.

Con muy pocas excepciones, nadie quiere nombrar la “verdad verdadera” de las migraciones. Una verdad que alguna vez deberá ser dicha con valentía, sin miedo a perder votos. Me refiero a esa verdad que nos dice que en la vida, sea en la individual, en la nacional y en la internacional, existen problemas que no tienen solución.

Casi todo ser humano, como si fuera designio o maldición, está condenado a arrastrar y convivir con problemas que no tienen solución o por lo menos, ninguna solución inmediata. Lo mismo ocurre en la vida de las naciones. ¿Dónde están los políticos que se atreven a decir que las migraciones de nuestro tiempo son las más grandes habidas en toda la historia universal y que, por lo mismo, es definitivamente imposible contenerlas y, en consecuencia, la única alternativa que queda no será suprimirlas sino, en la medida de lo posible, regularlas? ¿Dónde están los filósofos políticos que nos enseñan que las migraciones son el precio que tiene que pagar Occidente por ser libre, democrático, próspero y plural, pues nunca las masas migratorias enfilarán rumbo a China, Irán o Rusia? ¿Dónde están los economistas que demuestren cómo a la globalización no solo pertenecen las finanzas, las mercancías y el comercio, sino, también —y sobre todo— la fuerza de trabajo humana? Ni siquiera la extrema izquierda, tan parecida en muchos puntos a la extrema derecha, se atreve a formular la tesis de que la globalización ha realizado una profecía de Marx, la internacionalización de la fuerza de trabajo, pero, y esta sería la novedad, no a favor del trabajo sino a favor del capital.

La democracia lleva a la prosperidad y la prosperidad atrae a los pobres de la tierra. Frente a esa verdad, los nacional populistas, sin decirlo de modo claro, ofrecen una solución tácita: terminar con la democracia liberal, instaurar Gobiernos autoritarios, y convertir a Europa en un continente cerrado al mundo externo. Esa es la propuesta de un Viktor Orban, y más allá de Europa, de un Donald Trump. 

Cambios climáticos, cambios energéticos

Con un segundo tema candente —el del cambio climático y la paralela crisis energética— ocurre algo parecido. Me refiero a cambios reconocidos por gran parte de las instituciones científicas oficiales. No obstante, comparado con el tema de las migraciones, observamos aquí una relación inversa. Mientras el tema de las migraciones intenta ser ocultado por los partidos tradicionales, los cambios climáticos y energéticos han sido sobrepolitizados por grupos radicales de izquierda provocando justamente una posición contraria de parte del extremo derechista: la del negacionismo.

Probablemente, como ocurre con las migraciones, el cambio climático tampoco podrá ser evitado a corto o mediano plazo (los largos plazos no pertenecen a la política). Mucho menos lo será a niveles nacionales, sino a través de una cooperación intensa que solo puede darse a niveles supranacionales como la UE, cuya existencia es cuestionada desde las esquinas extremistas.

No es casualidad que los movimientos, partidos y Gobiernos nacional-populistas adhieran a una ideología negacionista. Negando las causas y razones del miedo (ya lo hicieron durante el periodo pandémico) los nacional-populistas desatan odio en contra de “los causantes” del miedo, entre ellos, los partidos liberales y de izquierda.

Naturalmente, los partidos y Gobiernos del centro democrático no están en condiciones de bajar la cuota de miedo colectivo. Pero sí están en la obligación de situar ese miedo en marcos políticos viables, actuando de acuerdo a la realidad tal como se presenta y no de modo accionista a favor de utopías que, sin solucionar problemas, agregan a ellos catástrofes políticas. 

Una de esas catástrofes la experimentó recientemente el partido verde alemán, considerado hasta ahora pionero en la escena ecopolítica continental. Los verdes bajaron en las elecciones europeas a más de la mitad de su electorado. La razón, en eso no hay discusión, fue la política que impuso en Alemania el ministro de Economía, Robert Habeck, para enfrentar la crisis energética incrementada por la guerra de Rusia a Ucrania.

Probablemente el ministro Habeck pasará a la historia como impulsor de la energía eólica y solar; es decir, como promotor de una revolución energética nacional. Pero también dejará el recuerdo de un político incapaz de graduar el cambio energético con el tiempo económico y político de su país. ¿Era necesario, por ejemplo, cerrar todas las centrales nucleares de una vez sabiendo que en los países vecinos continuaban activos? ¿Es acaso posible, parodiando a Stalin, una “revolución” (energética) en un solo país? ¿No habría sido mejor mantener algunas centrales nucleares como reserva?, se preguntan todavía no pocos ciudadanos.

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Como era de esperar, la revolución energética fue costeada por los consumidores, es decir, por esa gente a la que cada vez que les llega la cuenta del gas y de la electricidad, independientemente a qué partido pertenezcan, maldicen a Habeck y a los verdes. Pues bien; muchas de esas maldiciones han sido convertidas en votos a favor del extremismo de derechas. El ascenso del extremismo de AfD  puede ser considerado, por lo menos en Alemania, como un voto castigo al utópico extremismo de los verdes.

La precipitada revolución energética alemana la ha pagado en primer lugar el partido de Habeck, en segundo lugar la coalición de Gobierno. El próximo Gobierno alemán —ahí las encuestas no mienten— será de la derecha tradicional. Ese Gobierno se verá obligado a desactivar parte de las medidas ecoideológicas impuestas por los verdes. Pero lo peor de esta historia es que los verdes, al aprovechar la guerra para imponer la revolución energética, han acelerado los tiempos para la contrarrevolución política de la extrema derecha. La enseñanza aquí es clara: o haces una revolución nacional energética, o participas (por ahora con armas y financiamientos) en una guerra implementando, como sería necesario, una economía de guerra. Hacer las dos cosas al mismo tiempo es imposible.

La guerra y la política

El tercer tema que explica el ascenso del nacional populismo, es la guerra.

No deja de ser cruel paradoja el hecho de que partidos políticos europeos que colaboran abiertamente con el imperialismo ruso, como son AfD y Reunificación Nacional, intenten presentarse como adalides de la paz en contra de los “belicistas” partidos del centro democrático. En ese punto no solo ha quedado clara la hipocresía de los extremistas (incluyo a los de izquierda, entre ellos al Podemos español) sino también la incapacidad de los partidos demócratas para enfrentar con un discurso político coherente el discurso imperialista de Putin y sus aliados europeos.

Naturalmente todos los partidos y Gobiernos democráticos anhelan desesperadamente la paz y ninguno intenta poner en peligro la integridad geográfica de sus naciones. Pero, a la vez, solo pocos han sabido explicar, sin titubeos y con firmeza, las razones por las que apoyan a Ucrania frente al invasor ruso.

Ucrania, es lo que no siempre nos dicen, es miembro de la Europa política. Aceptar una invasión armada a Ucrania significa volver a la Europa del siglo XlX cuando no había una legislación internacional que protegiera a las naciones más débiles, de las naciones imperiales. Ayudar a Ucrania a defenderse, Zelenski no se cansa de decirlo, es defender la integridad de Europa.

No se trata, como acusan los extremistas, de levantar un discurso de la guerra ni mucho menos caer en un nacionalismo militarista. Más bien se trata de lo contrario: asumir un patriotismo constitucional (Habermas) en contra de un tirano que arrasa con todas las leyes y convenciones creadas por la Europa democrática de posguerra.

Las armas que son enviadas a Ucrania, muchas veces con irritante tardanza, son para  defender a la democracia en contra de un agresor extracontinental. Así lo han dicho con frecuencia Scholz y Macron, pero no con firmeza y, mucho menos, cementando con acciones el apoyo a Ucrania. No pocas veces surge la impresión de que bajo la consigna socialdemócrata de “enfriar” la guerra se trata de esperar que Putin se conforme con un pedazo de Ucrania, algo que nunca hará pues el dictador ruso repite constantemente que la guerra no es contra Ucrania sino contra Occidente. Los extremistas a su vez, como si Putin estuviera implorando negociaciones, atacan a los partidos demócratas por no querer negociar, naturalmente sin decir una palabra sobre los objetos que deben ser puestos sobre las mesas de negociación. 

Los gobernantes del centro democrático europeo han mostrado incapacidad para dotar la ayuda a Ucrania de un sentimiento de defensa nacional en sus propios países. Irónicamente, quienes se dicen nacionalistas, los nacional-populistas, son los mismos que en nombre de la nación están dispuestos a ceder espacios nacionales (territorios, zonas de influencia) al imperialismo ruso. ¿Qué impide a Scholz o a Macron designarlos como lo que son: traidores a la patria, chusma política que no ha vacilado en ponerse al servicio de un Gobierno dictatorial precisamente en el momento en que aparece la línea que separa al mundo entre democracias y autocracias? La política vive de los antagonismos, pero los antagonismos, para que se vean, hay que trazarlos.

La ausencia de una política definida frente a la guerra a Ucrania está a punto de demoler la propia alianza franco-alemana hasta ahora considerada como eje político de Europa. Los gobernantes de ambos países, Scholz por su incapacidad de ejercer liderazgo en tiempos de guerra, y Macron por sus cambiantes ocurrencias antiatlánticas que lo llevan a erosionar la irrenunciable alianza de Europa y los EE. UU., han sido presa de sus contradicciones internas y están a punto de ser sobrepasados por los hechos. El Gobierno de Scholz, afortunadamente, será sucedido por la derecha democrática (CDU/CSU). El de Macron, lo más probable, lo será por la derecha autoritaria y rusista representada por Le Pen.

Lo cierto es que las circunstancias obligarán a que la conducción política de la guerra sea asumida por naciones que sienten mucho más cerca el aliento imperialista de Putin. A esos países deberá sumarse Inglaterra, país que, luego del fracaso del Brexit, intentará seguramente reingresar a la UE a defender la democracia no solo desde fuera sino también desde dentro de sus instituciones. No deja de ser interesante destacar que, precisamente en los países europeos que más decididamente apoyan a Ucrania, la extrema derecha obtuvo menos votos. Scholz y Macron podrían haber aprendido de esa lección. Pero ya es demasiado tarde. 

En defensa de la tradición

En modo de síntesis, podríamos decir que los partidos nacional-populistas son consecuencia de una desintegración estructural surgida en el pasaje que lleva desde el orden industrial al orden digital. En ese pasaje el bloque democrático surgido en la posguerra europea ha perdido gran parte de su capacidad representativa. Eso quiere decir que los partidos políticos tradicionales ya no reflejan ideales e intereses de sectores sociales a los que anteriormente llamábamos “clases”.

De acuerdo a Hannah Arendt, la disolución de las clases no lleva a un orden democrático, sino por lo general a una sociedad de masas la que a la vez precede a la instauración de Gobiernos autoritarios, autocráticos y dictatoriales. Sin embargo, las masas de hoy no son las multitudes callejeras e irredentas de los tiempos de Arendt. Los trabajadores ocasionales que cambian de profesión y lugar de acuerdo a las tendencias del mercado, los microempresarios individuales, las empresas relámpago que responden a una siempre cambiante demanda, todos eso, carecen de un perfil político definido. La época de los clientelismos políticos y de las lealtades partidarias ha quedado atrás. 

La llamada generación Smartphone carece de lealtades políticas de la misma manera que hoy muchos carecen de definiciones duras para designar su sexo o su género. Los partidos políticos ya no son asociaciones surgidas de una supuesta base social sino al revés, son más bien empresas de expertos que laboran temas y los ofrecen como mercancía al mercado político. 

La oferta nacional-populista ha probado por el momento ser exitosa. Los vientos soplan a su favor. No obstante, los partidos ultraderechistas de hoy no tienen mucho que ver con la derecha del pasado. El ultraderechismo es un concepto surgido desde el rincón de la izquierda tradicional y su objetivo es designar a un enemigo en ciernes. Importante es anotar que ningún líder ultraderechista declara con orgullo ser ultraderechista. En el hecho tienen razón: son otra cosa.

Los de extrema derecha son partidos surgidos de la desintegración social, pero a la vez cumplen un rol aparentemente integrador. A millones de seres individualizados, encerrados en sus micromundos, los nacional populistas ofrecen una pertenencia colectiva: un ideal de nación, pero no una nación histórica definida frente a sí misma, sino una nación imaginaria que surge de supuestas amenazas que vienen de afuera.

Más que ocupar el espacio vacío de las derechas tradicionales del pasado, los nacional populistas ocupan los espacios vacíos que ha dejado detrás de sí la crisis de las izquierdas. Hoy las llamadas ultraderechas, y no las izquierdas, son las fuerzas que levantan discursos en contra de “los de arriba”, entendiendo por “arriba” a la clase política vigente. Como compensación, ofrecen algo que muchos seres humanos anhelan: una autoridad, en este caso la autoridad de sus líderes de masas. Probablemente esas son las razones que ayudan a explicar por qué amplios sectores juveniles que hasta hace poco votaban izquierda o verde, hoy dan su voto a los nacional-populistas. Ser antisistema, este es el punto, ya no significa ser de izquierda. Significa ser de ultraderecha, es decir, antiliberal, es decir, antidemocrático, es decir, autoritario.

Por cierto, ser de ultraderecha no tiene mucho que ver con la antigua derecha de origen clerical, agraria, patriarcal y devota de la tradición. En cierto modo, la que llamamos ultraderecha es una antiderecha. Justamente en ese punto observamos una muy interesante translocación. La ultraderecha, a diferencia de la derecha, no es tradicionalista. Como los antiguos fascismos, los nacional-populistas de hoy roban pedazos de identidad a la derecha tradicional, pero también roba el neoliberalismo económico a los liberales, así como a las izquierdas les roba su antioccidentalismo disfrazado de antiamericanismo.

Por la ultraderecha votan diversos grupos sociales, pero pocos lo hacen en defensa de una tradición, entre otras cosas porque la ultraderecha carece de tradición. Los tradicionalistas han pasado a ser, por el contrario, defensores de una historia que comienza con la secularización, sigue con el legado de la Ilustración, integra al conservadurismo y al liberalismo, y defiende la dictación de los derechos humanos en sus versiones americanas y francesas, es decir, todo ese contexto histórico al que sus enemigos han bautizado como Occidente. 

Puede ser que con el paso del tiempo diversos partidos pertenecientes a la tradición política occidental sean sustituidos por otras formaciones políticas. Los partidos, como todo en este mundo, nacen y  mueren. Pero los resultados de las elecciones europeas de junio muestra al menos que, para que eso ocurra, falta todavía. Las izquierdas y derechas de ayer constituidas en el centro político de hoy resisten al embate del nacional-populismo como ayer resistieron los del fascismo y del comunismo. Y en alguna medida, al defenderse a sí mismas, defienden a la tradición a la que pertenecen.  

Los tiempos han cambiado: los insurgentes de ayer son los tradicionalistas de hoy. La defensa de la tradición ha pasado a ser la defensa de la democracia. Quizás el destino acordado a los demócratas del presente, díganse de derecha o de izquierda, solo sea este: saber resistir en espera de momentos que permitan reiniciar un nuevo comienzo en una historia que siempre comienza y nunca termina.

*Artículo publicado originalmente en el blog POLIS: Política y cultura.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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