27 de noviembre 2018
La columna vertebral de la estrategia de comunicación política del régimen se centra, en el momento actual, en el intento de mostrar que la normalidad ha retornado al país.
Se trata de un esfuerzo estéril, condenado al fracaso, por cuanto las realidades y las mismas decisiones y acciones del régimen van en sentido contrario. Ni los mismos allegados y seguidores del régimen se tragan el cuento de la normalidad.
Tal vez el retrato más brutal, pero fiel, de las realidades actuales, es el episodio registrado en un video que ha circulado profusamente, donde unas patrullas policiales capturan a un niño, frente a un colegio público. Una niña, toma una piedra y la lanza contra el policía. La reacción del uniformado es sacar su pistola amenazante frente al grupo de niñas y niños.
El episodio muestra, de un lado, el repudio que hasta en la niñez provoca el régimen genocida. Repudio y valentía, hay que decirlo. Y por otro, lo desalmado e inhumano de las fuerzas represivas. Empuñar y amenazar con su arma a un grupo de niñas y niños, indefensos, frente a su propia escuela, los cuales, simbólicamente, vestían su uniforme azul y blanco.
Hablar de normalidad es un solemne disparate. Lo que en realidad vivimos es un Estado de sitio.
¿Qué es un Estado de sitio? Una condición en la que se suspenden los derechos fundamentales de la persona humana. Se impone cuando hay una situación de guerra, o una conmoción nacional a causa de alguna catástrofe o amenaza excepcional. Precisamente por esta circunstancia también se le conoce como estado de excepción. Sin embargo, cuando y donde se decreta un estado de sitio se enmarca en leyes expresas; el mismo decreto en que se establece debe consignar los derechos constitucionales que se suspenden.
En Nicaragua, no es así. La ley marcial, o Estado de sitio se ha impuesto a la brava, sin ninguna base legal. La totalidad de los derechos de los nicaragüenses, varones y mujeres, de toda edad, se encuentran suspendidos.
Y si queremos decirlo con todas sus letras, Daniel Ortega ha dado un verdadero golpe de Estado. El verdadero golpista es Ortega. Preside un gobierno de hecho, en tanto que no reconoce ni la Constitución, ni las leyes, ni los derechos de la población, y su principal cuerpo coercitivo es un ejército irregular.
No hay derecho a la vida. Ni derecho a no ser sometido a torturas, tratos crueles o inhumanos. No hay derecho a la libre circulación, ni al ejercicio de la libertad de conciencia y de pensamiento. Ni al debido proceso, a la presunción de inocencia, la inviolabilidad del domicilio. Ni a la libertad de expresión o la libertad de prensa. Tampoco hay derecho a la propiedad. Solamente estamos mencionando algunos de los derechos conculcados.
Hablarle de normalidad a las familias de los fallecidos, a las familias de las prisioneras y prisioneros políticos, a las familias de las decenas de miles de nicaragüense que debieron traspasar las fronteras para escapar a la persecución del régimen, es sencillamente, un acto de crueldad.
Hablarle de normalidad a las familias de los centenares de miles los nicaragüenses, varones y mujeres, que perdieron el empleo, a causa de la crisis y los manotazos erráticos del régimen en materia económica, es hacer chacota con el sufrimiento de la gente.
Hablarle de normalidad a los empresarios, de todo tamaño, que sostienen sus negocios en medio de la incertidumbre, la desconfianza, el irrespeto a las leyes y las invasiones de propiedades, es una burla siniestra.
Por si faltara socavar todavía más cualquier posibilidad de normalización, el régimen desató en los últimos días una nueva oleada represiva No se ha levantado un solo tranque, ni ataques a la policía o instituciones públicas, sin embargo, las fuerzas represivas procedieron a capturar, asediar, acosar y perseguir. Militarizaron las principales vías de Managua. Secuestraron a miembros de la Alianza Cívica, estudiantes y campesinos, y retuvieron, aunque no capturaron, a Jaime Arellano. Miguel Mora y Juan Sebastián Chamorro, tres figuras reconocidas de la oposición. Finalmente, la policía emitió un comunicado, que carece de toda base legal, en el que se niega a la Alianza Nacional Azul y Blanco el derecho a realizar manifestaciones.
Tales acciones, sin embargo, solamente logran quebrantar más las posibilidades de recuperación económica o de restaurar algún mínimo de confianza. Profundizan la inseguridad, la indignación de la población y el rechazo de la comunidad internacional. El viernes, precisamente, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas emitió una declaración en la que expresa que está lejos de ser un signo de vuelta a la normalidad la cancelación de las manifestaciones; mientras la CIDH, el mismo día calificó al régimen de Estado Policía.
En estas condiciones, la pregunta que surge es cuál es el propósito del empecinamiento fallido del régimen de proyectar una normalidad que nadie ve, que nadie vive. Cuando lo que vivimos todos es un estado de excepción. Hay dos posibles explicaciones. O los jerarcas del régimen se encuentran en una situación psicológica delirante, que los lleva a ver una realidad retorcida. O están aplicando una maligna estrategia de comunicación, tipo nazi, mediante la cual pretenden meternos en la cabeza que el actual Estado de sitio, y la cancelación de derechos constitucionales, es la nueva normalidad que debemos aceptar.
Menos mal que el pueblo nicaragüense ya optó por la libertad.