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El parque era lugar apetecido

Los únicos que tenían licencia para jugar a cualquier hora, cuando quisieran, eran los lustradores en Juigalpa.

Los únicos que tenían licencia para jugar a cualquier hora

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A Edgar Orozco Campos,
cantor y pintor de la rivensidad.

Entonces el Parque Central de Juigalpa (dichosamente a ninguna autoridad se le ha antojado hasta ahora ponerle el nombre de un político), era lugar de encuentro, atajo para acortar distancias, sitio privilegiado para enamorados, albergue de glorietas, hospedaje permanente de zanates, centro de reunión de los miembros de la Unión de Vagos Asociados (UVA), eco multiplicado de rumores, plaza central de lustradores, improvisado oasis de diversiones para la muchachada y centro de convergencia de ateos y cristianos, negros y blancos, mujeres y hombres, adolescentes y jóvenes, niñas y niños. El espacio más democrático que he conocido. Sitio añorado. Las calles adyacentes tenían distintos niveles. La más alta quedaba en la entrada frontal de la iglesia parroquial.


El parque fue bautizado de manera perfecta, marcaba el centro de la ciudad. Siguiendo la tradición colonial, a su alrededor quedaban el comando y el cuartel de la Guardia Nacional (GN), la casa del comandante departamental de la GN, la jefatura política departamental, la administración de rentas y la iglesia parroquial. El poder militar, civil y religioso, dándose cita en amasijo deliberado. Un solo puño. Únicamente la alcaldía municipal quedaba fuera del círculo de poder. No por eso menos atenta a las directrices emanadas por quienes conformaban la alta burocracia, el jefe militar de la plaza, la cúpula del Partido Liberal Nacionalista, (PLN), el diputado y senador liberal, poleas de transmisión del Poder Central. Las intrigas eran una cuestión de todos los días.

En el costado suroeste del parque se levantaba una enorme mole de cemento y hierro, donde se congregaban en perfecta armonía, algunas personas que se consideraban miembros de la alcurnia local. Una casona de alta techumbre, antes había sido sede de los cines Juigalpa y Mongrío. El Club Social era la antítesis del Parque Central. Al club solo podían ingresar los socios, ubicado a escasos metros de nuestro sitio de diversiones, la distancia entre quienes llegaban al parque y quienes visitaban el club era kilométrica. Como del cielo a la tierra. Se alzaba con pretensiones señoriales. La conducta de los socios era diferente, según se encontrarán en el club, en sus negocios, casas o en la calle. Una dualidad impresionante. El club establecía de manera nítida diferencias de clase.

Registro panorámico del antiguo Parque Central de Juigalpa, de la entrada suroeste, al fondo pueden apreciarse la Kiosco y la la vieja iglesia parroquial. Cortesía

Entre los socios del club había quienes guardaban un comportamiento distinto. Exhibían una conducta diferente. Se mostraban asequibles, no desprendían ningún tufillo discriminatorio, rara avis con quienes todos comulgaban. El club fue conformando una especie de casta, situaban a los lustradores cuatro o cinco escalones abajo. Los aspirantes a miembros eran sometidos a escrutinio. Chente Suárez recorría las casas de los socios con dos cajas de madera. En una debían depositar una bola blanca y en la otra una negra. La blanca, como ocurre con la elección del Papa en El Vaticano, era señal de aceptación. La negra, de rechazo. En las bancas del parque, los asiduos comentaban entre carcajadas y chistes subidos de tono, su terquedad por pertenecer a un lugar donde no eran queridos.

II

Durante el año escolar, una sección del parque era tomada de lunes a viernes, por una parvada de chavalos después de clases. Igual ocurría durante las vacaciones. Los policías escolares eran temibles. La ley contra la vagancia emitida en 1904 por el general José Santos Zelaya, fue para proveer de mozos, bajo este eufemismo, a las haciendas cafetaleras. Esta misma ley fue aplicada a Rubén Darío. En su querido León le levantaron un juicio temerario por el delito mayor de escribir versos arrebatados. Luego se hizo extensiva a los estudiantes que no cumplían con sus horarios en las escuelas públicas. Sus garantes de paseaban por los alrededores de los centros de estudios dispersos por la ciudad, dándose con el chilillo en la parte baja del pantalón, como muestra de señorío.

Entrada noroeste del viejo Parque Central de Juigalpa, a la izquierda puede verse el centenario algarrobo y la glorieta bajo la administración de doña Clotilde Gadea. Cortesía

En un ir y venir iban de la escuela ubicada esquina opuesta a la escuela privada de doña María Almanza, después por los corredores de la Escuela José Aníbal Montiel y por la escuela ubicada en la calle Palo Solo, donde es hoy la Casa del Maestro. Diligentes, los buscaban por el parque y sitios cercanos. La determinación —exclamaban— tenía como objetivo combatir el ausentismo escolar. En un país con altísimos índices de analfabetismo, la aplicación de la norma era más estricta con los estudiantes de los dos primeros grados de primaria. No recuerdo en qué momento, como por arte de magia, los policías escolares desaparecieron. El sargento Gazo y el cabo Rugama, supimos después, habían pasado a la vida civil. Ambos se quedaron a vivir en Chontales.

Los únicos que tenían licencia para jugar a cualquier hora y organizar perreras de “handball”, cuando quisieran, sin intromisión de los policías, eran los lustradores. Cuando nos aparecíamos por el parque hacían una pausa. Posponían su labor. Departían con nosotros por lo menos una o dos horas. Su clientela llegaba donde ellos estaban. No tenían que andar buscándoles. Chonela, Chimbor, Chon, los hermanos Doble Ancho y Chinche, eran infaltables, forman parte de mi niñez y adolescencia. El lugar donde jugábamos quedaba entre la parte noreste del Kiosko, al oeste de la iglesia parroquial y en la esquina suroeste del Club Social. Los árboles de mango y mamón no suponían obstáculo para el desarrollo del partido. Deliberadamente se bateaba hacia ellos para evitar ser puesto “out”.

La relación de amistad surgida para esos años fue para siempre. Nadie se creía más. Tampoco ellos se creían menos. Esto suponía una camaradería muchas veces rota por discusiones y altercados que surgían ante un batazo que se creía “faul” o una jugada apretada que pensábamos era “safe”. Luego volvía la calma. No había rencores. Los juegos no iban más allá de tres “innings”. Eran los años de las celebraciones de la Liga de Béisbol Profesional. Nos fascinaba escuchar las narraciones de Sucre Frech, en Estación X y de Rafael, El Dinámico Rubí, por Unión Radio. Los anglicismos nos parecían perfectos para describir las jugadas. Siempre hubo apuestas. Ahorrábamos con el deseo de buscar cómo aumentar los cuatro centavos que nos regalaban nuestros padres.

III

Los lustradores entraron a mi vida a través de estas disputas apasionadas, cada uno exhibía carácter y simpatía. Una hermandad cultivada a través del deporte. Sus perfiles quedaron registrados en mi memoria. Todos eran diferentes. Los hermanaba el trabajo y el juego. Una labor con la que contribuían a la economía hogareña. Algunos me decían que habían decidido ser lustradores porque no les gustaba la escuela. La mayoría no iba porque sus padres no tenían recursos para enviarles. Con el tiempo fui tomando conciencia que sus ingresos eran vitales para el mantenimiento de sus familias. El denominador entre los que asistíamos a los juegos de béisbol era sabernos iguales. La familiaridad surgida durante nuestra niñez felizmente no tuvo fecha de vencimiento.

Entre los miembros de la tribu destacaba Chon, alto, moreno, risueño, ateperetado, alegre, el mayor de todos, no me pregunten sus nombres y apellidos, nunca los supe. A cada quien identificábamos por su santo y seña. Chon se distinguía por llevar pantalones largos. Impulsivo, alegaba por todo: que el batazo era “faul”, que Chimbor estaba “out” en primera, que nos habíamos saltado la batería, etc. etc. Chonela, grueso, requeneto, pantalón corto, blanco, vivía a escasos metros del parque, adonde doña Chu Rivas. Le pegaba fuerte a la pelota, reposado, enemigo de armar trifulcas, corría rápido las dos almohadillas (el triángulo del parque donde jugábamos, solo admitía primera y segunda). Chonela era una garantía para el equipo que lo escogiera a la hora de armar el juego.

Los Doble Ancho, de enormes espaldas, brazos gruesos, blancos, pelo peinado hacia adelante. Desde largo podía apreciarse que eran hermanos, muy parecidos físicamente y de carácter afable. Ejercían el oficio a medio tiempo, el otro lo consumían como ayudantes en la panadería de doña Josefa Ocón, frente a la casa de don Santiago Molina Ramírez. Sumamente callados, todo lo contrario de Chon. Como el grueso de la tropa usaban pantalones cortos. Terminado el juego se iban directo a su trabajo. Chimbor, pelo chirizo, pequeño, negro, fuerte, mirada agresiva. Tenía el hábito de cargar la caja de lustrar sobre su hombro derecho. Nunca le importó apostar lo que ganaba en cada una de las perreras. Creía que la suerte jamás iba a faltarle. Siempre estaría de su lado.

Chinche desde niño fue presa de una enfermedad (unas bolsitas llenas de líquido amarillo dispersas por toda la piel), delgado, casi frágil, carácter irascible. Muy dado a las apuestas, razón de más para incluirlo en el “roster”. Las apuestas eran la garantía de que no habría amaños. Los que no apostaban quedaban fuera. Chinche nunca fallaba. Alegaba hasta lo que no debía. Jamás pidió tregua por su padecimiento. Siempre se mostró digno en el tormento de cargar con la cruz. Chinche se mimetizó en el paisaje juigalpino. Ya adulto, presa de diabetes, tuvo que andar en silla de ruedas. Sufrió la amputación de ambas piernas. Vendía lotería. Se ganó el cariño de todos. Cuando digo todos, aludo a la mayoría de los juigalpinos. Jamás pidió compasión por su estado de salud.

IV

Por razones del destino, como afirman algunos iluminados, el mejor alcalde que ha tenido Juigalpa en la historia contemporánea, Isaac Deleo Rivas, al remodelar el Parque Central, decidió erigir un monumento a los lustradores y construirles una caseta para que ahí ejercieran su oficio. Doble homenaje el de Chaco, para quienes combinaban, como quería Johannes Huizinga, el trabajo con la diversión. La historia de los pueblos la hacen también los artistas, cantantes, intelectuales, médicos, curanderos, putas, montadores, campistos y toreros; abogados, curas, monjas, maestros de educación, albañiles, carpinteros, etc., no solo los políticos. Error que estamos obligados a enmendar. Los lustradores forman parte de la historia chontaleña. Su alegría aún resuena en mis oídos.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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