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El nacionalismo de los dictadores

El nacionalismo en manos de déspotas es bélico por necesidades de su propia supervivencia

El presidente de Rusia, Vladímir Putin (derecha) recibe a homólogo venezolano, Nicolás Maduro, en el Kremlin en 2019. Foto: EFE

Héctor Schamis

6 de diciembre 2023

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El próximo 24 de febrero se cumplirán dos años de la invasión de Rusia a Ucrania, fecha que señala el inicio de la guerra. Aunque ello solo en la crónica, pues dicha guerra comenzó antes en la doctrina oficial y en la política exterior de Putin. Que no es más, no es menos, que la exacerbación del histórico sentimiento nacionalista ruso, melancolía imperial y receta para la autocracia.

En este siglo, sin embargo, ello no puede entenderse separado de la partición de la Unión Soviética, la humillación de un imperio desmembrado y el ascenso de Putin.


En el poder desde fines de los noventa, ha sido primer ministro y presidente de manera alternada desde entonces. Con él, Rusia retomó la vieja política de rusificación; es decir, el desplazamiento demográfico y la imposición de la cultura y el idioma rusos.

Así, especialmente en Ucrania y en los Estados Bálticos, su política exterior identifica personas con ancestros rusos, a quienes generosamente concede ciudadanía automática y pensiones del Estado. Por medio de “rusos étnicos”, busca normalizar y legitimar la presencia e influencia de Rusia en las exrepúblicas soviéticas. Y, por supuesto, consolidarla en instituciones políticas, incluido el mapa.

En Ucrania, ello se inició con la represión de la revuelta del Euromaidán, entre noviembre de 2013 y febrero de 2014, cuando Yanukovych desistió de firmar un acuerdo comercial con la UE, previamente aprobado en el Parlamento, y eligió hacerlo con la Unión Económica Euro-Asiática. Todo ello bajo presión de Moscú.

Una seguidilla de simultaneas protestas prorrusas en Crimea y otras regiones provocaron la invasión de la Península en marzo, luego anexada, y la realización de fraudulentos referéndums separatistas en Donetsk y Lugansk, en el oriente ucraniano, siendo ambas regiones ocupadas por Rusia en mayo del mismo año. Es decir, la guerra de 2022 tuvo un aviso más que concreto en 2014.

Pero en la doctrina oficial rusa, no se trata de ocupación, anexión o guerra alguna. Pues en la interpretación de la historia que hace dicha doctrina, el Estado y la nación ucraniana no tienen entidad separada de Rusia, siendo, como tal, un artificio.

Con el manual nacionalista en manos de Putin, jamás podría tratarse de un “crimen de agresión”, definido desde Nuremberg como “el uso de la fuerza armada por parte de un Estado contra la soberanía, integridad territorial o independencia política de otro Estado”. Se trataría de cumplir con el mandato de la Gran Madre Rusia: regresar a casa a socorrer a sus hijos, reunificar la familia y completar la tarea iniciada en 2014. Por algo Putin se compara con Pedro el Grande.

Esta guerra que solo duraría unos pocos días, hoy está empatada. Ello es casi una certeza de su continuidad indefinida, la excusa perfecta para prolongar el sometimiento del pueblo ruso. Una victoria desvanecería las razones que justifican los constantes estados de emergencia. Una derrota produciría la caída de su régimen.

En febrero pasado escribí aquí mismo “La guerra en Ucrania, en Europa y en América Latina”. Allí dije: “Putin ante un tribunal internacional por el específico crimen de agresión es un mensaje directo para las ambiciones expansionistas de Nicolás Maduro. Venezuela tiene un reclamo sobre el Esequibo, territorio de Guyana que equivale a dos tercios del país”.

Seguía, “Guyana representa una fracción del territorio y el poderío económico y militar de Venezuela. Pero en Venezuela, como en Rusia, gobierna un déspota en apuros, sancionado y sin legitimidad. No sería la primera vez que un tirano repudiado por su pueblo se embarque en una aventura militar seudonacionalista —es decir, por medio de un crimen de agresión”.

Es bajo esta lente que debe leerse el referéndum de Maduro, espurio, ilegal e inconstitucional, apelando a los mismos trucos de Putin, especialmente si consideramos que el diferendo ya está en manos de la Corte Internacional de Justicia.

Tal vez el reclamo de Venezuela tenga justificación histórica, tal vez no. No obstante, una amenaza de invasión por una disputa de límites del siglo XIX es temerario por decir lo menos. México podría reclamar California y Texas (Tejas). Colombia lo haría en relación con Panamá y toda la historiografía chilena reivindica la Patagonia como propia.

Y solo cito tres ejemplos aleatorios en América. El mundo es eso y no es relevante quien tiene razón. Lo que importa es que con la visión de Putin y de Maduro el mundo no podría funcionar; no habría intercambio ni cooperación. Ni paz, ni seguridad, no es trivial que haya dos bases militares rusas en territorio venezolano.

El nacionalismo en manos de déspotas es bélico por necesidades de su propia supervivencia. Para Maduro ello quiere decir detener la investigación de la Corte Penal Internacional, lograr la eliminación de las sanciones y no tener que dejar el poder en 2024. Por eso esta amenaza de guerra.

Si Putin se compara con Pedro el Grande a Maduro le gustaría compararse con Bolívar. Su problema es que no lo puede hacer, ello era exclusivo para Chávez.

*Artículo publicado originalmente en Infobae.

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Héctor Schamis

Héctor Schamis

Académico argentino. Actualmente es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Georgetown. Es autor de varios libros y articulista de opinión en diferentes medios.

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