
14 de enero 2023
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Se hace muy difícil sostener la unicidad de una cultura en una región especialmente multicultural como la América del Norte
El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador y su homólogo estadounidense, Joe Biden, en la Casa Blanca el pasado 12 de julio de 2022. Foto: EFE
El pasado 10 de enero, el gobierno mexicano y el Departamento de Estado de Estados Unidos dieron a conocer una “Declaración de Norte América”, que resume los acuerdos alcanzados por los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden y el primer ministro Justin Trudeau, en la pasada cumbre en Palacio Nacional.
Los acuerdos son de la mayor relevancia para el futuro de la región y abarcan seis grandes temas: diversidad, equidad e inclusión; cambio climático y medio ambiente; competitividad; migración y desarrollo; salud; y seguridad regional.
A continuación, la DNA afirma algo más insostenible: “no sólo somos vecinos y socios. Nuestro pueblo comparte lazos de familia y amistad y valora, por encima de todo, la libertad, la justicia, los derechos humanos, la igualdad y la democracia. Éste es el ADN norteamericano”. Obsérvese que ya no se habla de tres pueblos, sino de uno solo, al que se atribuyen valores universales como la libertad, la justicia y la igualdad.
La metáfora biológica del ADN es desafortunada por algo que expone el historiador argentino Carlos Altamirano en su último libro, La invención de Nuestra América (Siglo XXI, 2021), el más completo repaso de las estrategias intelectuales de la identidad cultural en América Latina en los dos últimos siglos.
Todo aquel discurso identitario, inicialmente endeudado con el evolucionismo, desde el siglo XIX, que intentó pensar América Latina como una persona, a la que se adjudican rasgos singulares a partir de la raza o la psique, la civilización o la espiritualidad, la ideología o la política, desde José Enrique Rodó hasta Roberto Fernández Retamar, ha sido rebasado por la historia.
La postulación de un ADN norteamericano es una nueva forma de transferir aquellas estrategias identitarias a tres países con experiencias muy distintas. La identificación de ese ADN con la democracia repite un rasgo típico, e igualmente refutable, del providencialismo y el excepcionalismo estadounidense, que tradicionalmente han legitimado la hegemonía de ese país a nivel hemisférico o global con su compromiso con la libertad y los derechos humanos.
La declaración promovida por los tres gobiernos vuelve a escenificar el desencuentro, cada vez más pronunciado, entre el ejercicio político y las ciencias sociales. En México, especialmente, esa suscripción de una “identidad norteamericana” parece ser una salida al falso dilema de constituir un país latinoamericano, insertado en una alianza estratégica con sus vecinos del norte.
Intelectuales como Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog, en la Guerra Fría, tenían claro que aquel dilema era falso porque una relación prioritaria en términos comerciales y financieros, culturales y políticos, con Estados Unidos, no altera la pertenencia de México a la comunidad latinoamericana y caribeña.
*Publicado originalmente en La Razón
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Historiador y ensayista cubano, residente en México. Es licenciado en Filosofía y doctor en Historia. Profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de la Ciudad de México y profesor visitante en las universidades de Princeton, Yale, Columbia y Austin. Es autor de más de veinte libros sobre América Latina, México y Cuba.
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