9 de junio 2019
Cuando faltan solamente diez días para que venza el plazo de 90 días acordado por la dictadura con la Alianza Cívica, la OEA y el Vaticano, para garantizar la liberación definitiva de todos los presos políticos, el presidente Daniel Ortega ha dictado de forma unilateral una Ley de Amnistía.
Ortega descartó todas las alternativas jurídicas a su disposición para liberar a los presos, como el sobreseimiento definitivo o absolutorio de los juicios políticos, o sentencias absolutorias de la sala penal de la Corte Suprema de Justicia para los que ya han sido condenados, y decidió sembrar una trampa política: una amnistía que otorga el beneficio de la excarcelación de forma condicionada, mientras pretende mantener el Estado de sitio de facto sin restituir las libertades democráticas. Y de forma expresa, establece que no se investigarán los crímenes que cometieron los policías, paramilitares, y partidarios del régimen y sus autores intelectuales.
Con esta autoamnistía, Ortega admite la responsabilidad de la dictadura en la matanza, pero no puede borrar su propia responsabilidad como Jefe Supremo de la Policía y la de los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, porque de acuerdo al derecho internacional estos son imprescriptibles. Se trata, por lo tanto, de una estrategia de protección política temporal para sus partidarios, mientras se mantenga en el poder un régimen que atraviesa por una crisis terminal.
Paradójicamente, esta ley diseñada para negar, ocultar, y encubrir, está iluminando la ruta de salida del tunel de la dictadura, al colocar en primer plano de la agenda nacional la demanda de verdad y justicia que han enarbolado las Madres de Abril. Después de esta amnistía, el reclamo de justicia sin impunidad es inseparable de la demanda de elecciones libres. Erradicar la impunidad en los crímenes de la represión y la corrupción, es una condición sine qua non para la sostenibilidad de la democracia, y por primera vez en la historia nacional el rechazo a una amnistía, ahora puede llegar a formar parte de un consenso nacional fundacional.
La liberación incondicional de todos los rehenes políticos y la restitución de las libertades democráticas —libertad de prensa, expresión, movilización, autonomía universitaria— forman parte de un mismo proceso. Comienza con la liberación de los presos y la reactivación de la protesta cívica, para negociar “en caliente” una reforma electoral —con o sin Ortega y Murillo—, que conduzca a la convocatoria de elecciones anticipadas. Y una vez asegurada esta reforma y la de la ley de partidos políticos, será imperativo conformar una Coalición Nacional Democrática, integrada por la Alianza Cívica, la Unidad Nacional Azul y Blanco, y todas las fuerzas nacionales que están comprometidas con una agenda de democracia y justicia sin impunidad.
Para sellar la derrota política del orteguismo, es imprescindible forjar una coalición política electoral inclusiva, que represente a todo el pueblo autoconvocado, sin divisiones ni sectarismos: Estudiantes universitarios, campesinos, trabajadores, profesionales y sectores medios, mujeres, víctimas de la represión, movimientos 19 de Abril, partidos políticos democráticos y organizaciones de la sociedad civil, junto a los productores y empresarios. Una coalición nacional que refleje la diversidad y la unidad nacional, sin el hegemonismo de las élites económicas o políticas, liderada por candidatos y candidatas escogidos de forma democrática para lograr una victoria electoral contundente en la Presidencia de la República, en la Asamblea Nacional, y en las alcaldías.
La viabilidad del cambio político en la Nicaragua pos-Ortega, dependerá de la amplitud de la mayoría política que respalde al nuevo Gobierno democrático, y si esta le otorga mayoría calificada en el Parlamento y un mandato inequívoco para hacer cambios constitucionales y desmontar las estructuras dictatoriales de Ortega. Se necesita una alianza nacional para impulsar un programa de desarrollo económico y combate a la pobreza, basado en la promoción de la inversión privada y pública, pero sin misas negras ni amarres corporativistas, y con transparencia, rendición de cuentas e institucionalidad democrática.
La agenda mínima de la gobernabilidad democrática en la Nicaragua pos-Ortega, demandará tareas monumentales para la reconstrucción del Estado nacional: una nueva Policía Nacional, un nuevo Ministerio Público, una Fiscalía Especial, una nueva Contraloría, una reforma total al sistema de justicia, y también en el Ejército de Nicaragua. Y mientras se establecen las bases de esta nueva institucionalidad, se requerirá la asistencia extraordinaria de la ONU, la OEA y la Unión Europea, para crear una Comisión Internacional contra la Impunidad y la Corrupción en Nicaragua (CICIN).
Los nicaragüenses debemos aprender de la experiencia durante más de una década y las lecciones de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG); y de la más reciente Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), para diseñar una entidad supranacional que ayude a las nacientes instituciones nacionales a desmantelar las estructuras de la dictadura y erradicar los grupos clandestinos e ilegales que están incrustados en el Estado. Sin esa ayuda internacional extraordinaria, ningún líder democrático, aunque tenga las mejores intenciones, podrá desmantelar a las bandas paramilitares, ni combatir la impunidad y la corrupción, ni someter ante la justicia a los autores de los crímenes de lesa humanidad, incluso después de derogar la ley de amnistía.
La autoamnistía es solamente el primer aviso de que Ortega ya se está preparando a fondo para “gobernar desde abajo”, después de la previsible derrota electoral del orteguismo. Urge, por lo tanto, empezar desde ahora a sentar las bases de la gobernabilidad democrática en la Nicaragua pos-Ortega, y consensuar la agenda mínima de democratización con justicia, que incluya la creación de la CICIN para erradicar la impunidad.