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Crueldad sin límites

Sin que la Asamblea Nacional haya decretado el Estado de sitio, en Nicaragua no hay derechos ni garantías para nadie.

Carlos Herrera | Confidencial

Silvio Prado

30 de junio 2018

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Las escenas desgarradoras compiten entre sí por el nivel de crueldad inhumana: Las de Masaya, en la que una mujer implora ayuda para su marido que agoniza ante policías que no se inmutan; las de los niños quemados en el barrio Carlos Marx por policías y sus socios paramilitares; las del pequeño Teyler con su cráneo atravesado por la bala de los sicarios del régimen. Ante semejante crueldad desenfrenada uno se pregunta si el fanatismo puede más que los valores más elementales que albergamos los seres humanos: el respeto por la vida, el amor por los más débiles y la solidaridad con los que sufren. ¿Puede la personalidad del psicópata gobernante, carente de remordimiento y de cualquier empatía con el sufrimiento ajeno, convertirse en la moral colectiva de sus seguidores? ¿Tiene límites la crueldad del orteguismo que de manera cínica sigue predicando la paz después de dos meses, más de doscientos muertos, miles de heridos e innumerables de torturados y desaparecidos? ¿Da para tanto la obsesión enfermiza por el poder?

Los historiadores de Roma se refieren a la pax octaviana como el periodo de tranquilidad que vivió Roma después de que Octavio Augusto acabara con todos tus enemigos; pero no sólo. Como expone Tom Holland en Dinastía, también fue el período en que se agotó la crueldad del emperador. Paró de asesinar a sus adversarios en todos los campos por agotamiento; no por un arrojo de bondad ni altruismo. Los dictadores que le siguieron en la historia antigua y contemporánea no tuvieron ese paréntesis sino que más bien utilizaron la crueldad para sostenerse en el poder. Ortega no ha sido la excepción. Cada vez más aislado nacional e internacionalmente, confinado a su reducto de El Carmen, su único sostén es la violencia sin autoridad de quienes han perdido toda la legitimidad para gobernar.


Desde el 18 de abril ha ido incrementando su capacidad para sembrar terror para conseguir objetivos políticos: desmovilizar y atemorizar a la población. Primero utilizó las pandillas de la Juventud Sandinista con palos de golf y piedras, bajo la mirada atenta de la policía; días después los antimotines disparando balas de goma y fuego real, incluidos franco tiradores. Pero como las protestas llenaban cada día más las calles, escaló el nivel de terror: mandó a saquear supermercados y tiendas, armó a pandilleros mezclados con policías de civil y emplazó más franco tiradores con fusiles Dragonov para masacrar la marcha del día de las madres. Los sicarios, que hasta entonces eran amos de la noche, empezaron a actuar a plena luz del día y todo el país se convirtió en un territorio donde la vida no vale nada. Disparos a mansalva, fumigaciones nocturnas sobre ciudades, incendios de casas, allanamientos de viviendas, secuestros de jóvenes, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, campañas contra activistas de la sociedad civil. El uso ilegítimo de una fuerza que el pueblo alguna vez le confió para protegerlo.

A la par ha ido incrementando el discurso del cinismo, la narrativa de quien lejos de reconocer su culpa niega el daño. El discurso que pese a las pruebas abrumadoras (fotos, video, testimonios y la montaña de muertos), rechaza la existencia de los grupos paramilitares, el que intenta construir un mundo paralelo para consumo propio donde detrás de cada persona que protesta hay un enemigo de la paz que debe ser aniquilado, vándalos pagados por el imperialismo que por querer acabar con el reino de la felicidad y del vivir bonito deben ser exterminados, derechistas enemigos del desarrollo y de la revolución que deben ser perseguidos, golpeados, tiroteados, aplastados.

Entre las mandíbulas de esta tenaza perversa, de prácticas terroristas y discurso del cinismo, han perecido de hecho los derechos humanos. En informe final de la CIDH muestra que los nicaragüenses estamos desamparados frente a un régimen despiadado que ha decido no frenar su maquinaria de exterminio hasta ahogar la rebelión. Sin que la Asamblea Nacional haya decretado el Estado de sitio, en Nicaragua no hay derechos ni garantías para nadie que no haya renovado sus votos de fidelidad con el tirano. Nadie está a salvo, cada quien anda con la vida en la bolsa y no hay lugar seguro para el que sea sospechoso de haber puesto una piedra en un tranque o de haber levantado una bandera azul y blanco.

Después de cuarenta años hemos vuelto a la fase pre-civil del estado de la naturaleza en el que los más fuertes recurrían a la fuerza para someter a los más débiles. En esta jungla orteguista, los más fuertes materialmente hablando tienen armas, Hilux y la impunidad; la capacidad industrial de asesinar a la escala que quieran sin temor al castigo, sin importarles el repudio de la comunidad internacional.

Pero la garantía de la impunidad no sólo ha provocado el blindaje de los asesinos. También ha profundizado la ruptura de la comunidad política llamada Nicaragua. La violación del principio de igualdad ante la ley ha implicado la desaparición en el imaginario colectivo de la norma y del gobierno común, una condición decisiva para conjugar la unidad nacional. El hecho de que haya encapuchados matando a sus anchas y población defendiéndose como puedan, ha generadodos países: los que pueden asesinar y los que temen ser asesinados. En otras palabras, una división del soberano por el eje irrefutable del derecho a la vida, entre los que pueden quitarla y los que temen perderla.

En semejante caldo de cultivo no es extraño que los nicas opuestos a la dictadura se hayan armado con lo único que no puede arrebatarles nadie, el deber de la resistencia. Por eso día tras día, a pesar de la crueldad inagotable del tirano, el pueblo sigue oponiendo su rebeldía en cualquier sitio (dentro y fuera de Nicaragua), de cualquier manera y en cualquier momento.

La historia revela que las fases crepusculares de las dictaduras suelen las más crueles, espoleadas por la certeza de que todo está perdido. Pero también enseña que cuando los pueblos deciden sacudirse el yugo de la dominación no hay crueldad que ahogue el anhelo de libertad por muy alto que sea al precio a pagar.


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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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