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Con la Constitución no se juega, carajo

En Chile, el juego constitucional demostró que la nación no quiere ser gobernada ni mucho menos constitucionalizada por extremos ideológicos

Ciudadanos celebran el rechazo con una holgada mayoría del 55.7% a una nueva propuesta de Constitución en Chile, el 17 de diciembre de 2023. Foto: EFE/Elvis González

Fernando Mires

30 de diciembre 2023

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Seguro es que la lucha constitucional de los últimos cuatro años va a ser un capítulo importante de la historia chilena del siglo XXl.

Como todo capítulo, este también tendrá un comienzo y un final. El final no lo conocemos, aunque hay muchos que sospechan, y con razón, que ese final, o por lo menos el comienzo de ese final, tuvo lugar el 17 de diciembre de 2023 cuando, aparentemente, la ciudadanía decidió volver al comienzo al votar por la elección que al principio se quería derogar, la de 1980, llamada también la Constitución de Pinochet o la Constitución de Lagos, según el uso que usted quiera darle. Si ese es el final, quiere decir que el final y el comienzo, al seguir vigente la Constitución cuestionada, coinciden.


“Hemos dado la vuelta del perro”, dirá más de alguien en Chile. Aunque no es así. Si bien los electores chilenos parecen moverse en círculo, la historia no es redonda. Tampoco es vertical. Más bien es multidireccional. Esa idea se justifica si pensamos que en ese supuesto círculo han pasado muchas cosas, y no todas tienen que ver con el tema constitucional.

No obstante, no estando muy seguros si el capítulo constitucional ha llegado a su fin, estamos más seguros acerca de su comienzo. Existe en efecto un consenso general en que ese proceso comenzó a gestarse en la que algunos llaman revolución de octubre de 2019.

No vamos aquí a ahondar en el tema si la de ese octubre fue una revolución o no. Suponemos sí, que el término revolución le queda algo grande, pues aparte de introducir nuevos actores en la trama de la política no llevó a ningún cambio de sistema o de régimen, cuando más a un cambio de Gobierno, lo que en Chile sucede cada cuatro años. Aunque sin duda, fue una insurgencia popular que quiso ser revolución, y probablemente, con los resultados obtenidos en dos plebiscitos, ya no lo será. Por eso mismo, esa insurgencia o estallido octubrista, continuará siendo materia de análisis durante largo tiempo.

Del octubrismo al ultraderechismo

Octubre de 2019 marca un punto de quiebre con el orden político entre una izquierda democrática, la de la Concertación, y otra izquierda “cámbialo todo”, formada por grupos y movimientos que no encontraban representación en la nomenclatura izquierdista pospinochetista.

Dicho de modo algo metafórico, el octubrismo fue un crisol de izquierdas; ahí cabían todos: desde la izquierda radical hasta la izquierda sexual (o de géneros); desde los libertarios hasta la izquierda despótica (por su apego a dictaduras como la cubana e incluso a la rusa putinista); desde los antimperialistas hasta los ambientalistas; desde los autonomistas hasta los indigenistas. En fin, cualquiera iniciativa que atentara contra el pasado o contra el orden constituido, o contra “el sistema neoliberal” (muletilla de toda izquierda chilena). Pocos sospechábamos —digamos, solo los que ya hemos aprendido que toda acción decisiva lleva a una reacción no menos decisiva— que ese cambio radical también iba a aparecer por el otro lado: el de las derechas.

No inmediatamente en ese octubre, pero sí desde las elecciones que llevaron a Gabriel Boric al Gobierno en 2021, tendría lugar, al igual que en las izquierdas, un relevo hegemónico en el campo de las derechas. O dicho de modo más sencillo: el auge de “los republicanos” es el equivalente reactivo al auge octubrista.

Aunque sus integrantes no lo quieran, ambos extremos —republicanismo y octubrismo— parecen ser dos caras de la misma moneda, tal como se ha dado en otros países de la órbita occidental (pensemos en España, o en Francia, o en algo mucho más cerca, Argentina, donde ya se anuncia un choque de trenes entre el viejo populismo peronista y el naciente populismo mileísta). En Chile, esa confrontación dramática comenzó a darse en el balotaje electoral de diciembre de 2021, evento que pondría frente a frente al izquierdista Boric y al derechista Kast, dos personas que a la vez tendrían suma importancia en la lucha por una nueva Constitución. Pero volvamos a octubre.

La insurgencia octubrista no solo impulsó la emergencia de nuevas formaciones políticas, además, la crisis de representación que produjo en el orden político formal permitió el “destape” de masas —no sé si llamarlas asociales— las que en Chile contienen un enorme potencial destructivo e, incluso, antipolítico. Masas que rebalsaban a las propias conducciones octubristas, teniendo lugar en Chile algo parecido a una —así la llamaba Gramsci— “crisis orgánica de representación política”.

El espíritu de Pinochet

Ahora, para bloquear el caos, era necesario frenar la movilización octubrista, y para que eso fuera posible, había que buscar un punto de acuerdo común entre toda la izquierda chilena con la clase política tradicional. Ese punto arquimédico fue encontrado en el llamado a redactar una nueva Constitución. Eso quiere decir: la Constitución vigente no solo permitiría el juego político, además pasaría a ser parte del juego. Un juego apoyado por el propio Piñera quien nunca antes había cuestionado a esa Constitución que le permitió ser presidente dos veces.

Hubo acuerdo en jugar la carta, pero los objetivos de ese acuerdo no podían ser los mismos para toda la clase política. Para la izquierda concertacionista, una nueva Constitución significaba romper el último cordón umbilical que ataba a Chile con el pasado pinochetista. Para la izquierda octubrista, en cambio, la nueva Constitución debería ser la confirmación legislativa de que la iniciada en octubre había sido una auténtica revolución pues todo cambio, no de gobierno, sino de régimen, debe ser constitucionalizado por medio de una Asamblea Constituyente (o Convención). La Constitución, de acuerdo a esta visión revolucionaria, pondría fin al “nuevo régimen”, dando origen a una “nueva sociedad”. En cambio, para la derecha tradicional, mucho más modesta, el llamado constitucionalista era solo una alternativa para calmar las tormentosas aguas octubristas y sus criminales secuelas (incendios de iglesias, derrumbamientos de estatuas, asesinatos de carabineros, violencia, devastación).

Solo en un punto estaban de acuerdo todas las tendencias políticas de izquierda y centro derecha, y es el siguiente: el hecho de que la Constitución de 1980, creada durante la dictadura, siguiera vigente en democracia era, para esa misma democracia, un estigma. No me refiero al contenido textual de la Constitución, sino a su legitimidad simbólica. Algo que puede carecer de importancia para quienes minimizan el poder simbólico en la política. Quiero decir, así como Montesquieu nos habló del “espíritu de las leyes”, con mayor razón hay que aceptar que las constituciones también poseen un espíritu que les otorga una razón de ser que va mucho más allá de sus leyes.

Ahora bien, el espíritu de cada Constitución depende fundamentalmente de por quiénes y de cuándo fue fundada. Visto así, una Constitución fundada bajo una oprobiosa dictadura y mandada a hacer por militares desde el poder, por muy eficaz que sea desde un punto de vista jurídico, era y es portadora de un espíritu del que pocos pueden enorgullecerse, como por ejemplo se enorgullecen los estadounidenses por una Constitución nacida junto con la independencia nacional, en los tiempos de Jefferson, Paine y Washington.

En ese sentido, cuando en el plebiscito de diciembre de 2023 algunos políticos de izquierda cambiaron el nombre a la Constitución de 1980, y en lugar de la Constitución de Pinochet comenzaron a hablar de “La Constitución de Lagos” (por las muchas reformas que fueron introducidas en 2005) no solo dieron muestras de oportunismo —en política puede ser una virtud— sino además, de haber entendido el poder que viene de símbolos surgidos del espíritu de las constituciones.

Por un lado, la vigente era, o llegó a ser en parte, la Constitución de Lagos, algo que no quiso ver la izquierda durante 2020. Por otro, el espíritu de Pinochet está hoy representado por el Partido Republicano y por ende la Constitución propuesta desde las oficinas “kastistas” era en el fondo más pinochetista que la de “Pinochet-Lagos”. El pueblo chileno, llamado a elegir entre una Constitución pinochetista reformada por Lagos y una Constitución pinochetista no reformada por Kast, eligió la primera. Y eligió bien.

Votar en contra de la Constitución de Pinochet (o de Lagos) —como en el plebiscito de 2020— significaba definirse frente al pasado. Votar en contra del pinochetismo constitucional de Kast significaba en cambio definirse frente al futuro. Y la política, a diferencias de la historia que mira hacia el pasado, ha de mirar siempre hacia el futuro. Después de todo Pinochet está muerto —deben haber pensado no pocos electores— y Kast está vivo.

Lo malo y lo peor

“Tenemos que elegir entre algo malo y algo peor”, dijo Michelle Bachelet. La frase no es ni justa ni inteligente. Por lo general, siempre optamos por lo menos peor, entre otras cosas porque “lo más mejor” pertenece al reino de los cielos.

En el primer plebiscito constitucional, el de 2022, cuando la ciudadanía propinó una paliza a la izquierda, sobre todo a la octubrista, rechazando un proyecto constitucional “revolucionario”, fundamentalista, diletante y antinacional (proponía nada menos que la desintegración del Estado de acuerdo a la fórmula boliviana de “Estado plurinacional”), la ciudadanía también se pronunció en contra del “mal peor” en oposición a ese otro “mal menos peor” que significaba seguir regidos por la constitución de 1980. Esa vez —así hay que leer ese momento— la enorme mayoría de los chilenos no votó a favor de la Constitución de 1980 sino en contra de una Constitución de una minoría que pretendía, según sus fantasías revolucionarias, erigirse en la representación política de toda la nación.

El “en contra” de los dos plebiscitos, el de 2022 y el de 2023, visto así, no fue tan diferente en su sentido político. El primer “en contra” fue contra el extremismo de izquierda. El segundo, contra el extremismo de derecha. En los dos plebiscitos, la ciudadanía chilena demostró no ser extremista: ni de izquierda ni de derecha.

Por una Constitución de Chile

Probablemente el espíritu del plebiscito constitucional de 2021, cuando dio origen a la Convención que malogró la oportunidad de crear una Constitución representativa de la nación, sigue vigente. La ciudadanía no quiere una Constitución de Pinochet, quizás tampoco quiera demasiado a la de Lagos, en ningún caso quiere una en la que sea confundido el espíritu de un Gobierno con el espíritu de un Estado, como la Constitución ofrecida en 2022, la que probablemente iba a ser bautizada como “la Constitución de Boric”. Al menos, en 2023, los electores dejaron claro que entre una Constitución Pinochet-Lagos y una Constitución Pinochet-Kast, se quedaban con la primera. La ciudadanía quiere una “Constitución de Chile”.

Por ahora, la de Pinochet, con el nombre “de Lagos” puede cumplir ese papel si entendemos y aceptamos que ya no es solo la de Pinochet. Al fin y al cabo la admirable democratización del país fue llevada a cabo en nombre y bajo el auspicio de esa misma Constitución. Probablemente, al ser perfectible, le serán introducidos nuevos cambios. Así puede que llegue el día en que ya no se parecerá en nada, o muy poco, a la de 1980 y luego nadie más hablará de “la constitución de la dictadura”. Lo importante, y ese es el mensaje de los electores chilenos, es que la Constitución deje de ser parte del juego político partidario. Por una vez pase (2020). Pero la Constitución no es para eso. Con la Constitución no se juega, carajo.

La Constitución, el nombre lo dice, constituye a la nación. Cambiar la Constitución es cambiar el carácter político de una nación y en Chile, políticamente al menos, el juego constitucional demostró que la nación no quiere ser gobernada ni mucho menos constitucionalizada por extremos ideológicos. Esa ha sido una de las enseñanzas principales que ha dejado detrás de sí la lucha constitucional que ha tenido lugar entre 2019 y 2023.

Hasta una nación de ángeles necesita de una Constitución, escribió Kant. Con mayor razón, podemos agregar los chilenos, al estar tan lejos de los ángeles, necesitamos de una a la que, sin amar —eso hay que dejarlo para otras cosas— podamos aceptar y, por lo tanto, acatar.

*Artículo publicado originalmente en el blog POLIS: Política y Cultura.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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