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Cómo el poder del pueblo fortalece el estado de derecho

Tal como los regímenes autoritarios se adaptan y aprenden de errores, quienes luchamos por el estado de derecho también debemos innovar e improvisar

La gente marcha durante una protesta de Black Trans Lives Matter como parte de la respuesta pública más grande contra la brutalidad policial provocada por la reciente muerte de George Floyd, un hombre afroamericano que fue asesinado el mes pasado mientras estaba bajo la custodia de la policía de Minneapolis

Doug Coltart

18 de junio 2020

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HARARE – En una fría noche invernal de julio de 2016, miles de personas se reunieron en las afueras del Tribunal de Magistrados, ubicado en el distrito conocido como Rotten Row de Harare, para esperar el veredicto en el caso del gobierno de Zimbabue contra el pastor Evan Mawarire, líder del movimiento #ThisFlag y férreo opositor al entonces Presidente Robert Mugabe. Cuando los magistrados finalmente rechazaron los cargos de traición contra Mawarire por convocar pacíficamente a manifestarse contra la corrupción, espontáneamente se generó una fiesta callejera. Fue una victoria inesperada del estado de derecho, ganada, al menos en parte, mediante una acción colectiva de no-violencia por parte de la gente de a pie.

En su forma más elemental, el estado de derecho significa sencillamente que nadie está por encima de la ley. Todos y cada uno reciben un trato justo e imparcial, y el gobierno no ejerce el poder arbitrariamente. Estos principios están al centro de las actuales protestas contra el racismo del sistema y la brutalidad policial en los Estados Unidos tras la muerte de George Floyd. El estado de derecho es muy diferente al gobierno por decreto, que caracteriza a muchos estados autoritarios y, cada vez más, a algunas democracias.


Muchos argumentan, no sin razón, que desarrollar instituciones más sólidas es esencial para fortalecer el estado de derecho. Pero, ¿qué hacer cuando las instituciones que deben garantizar el estado de derecho se han corrompido tanto que se han convertido en las principales herramientas de la opresión? El énfasis convencional en el “desarrollo de instituciones” puede hacer que la gente de a pie se sienta privada de sus derechos, sumida en una paciente espera a que esas tan importantes instituciones se reformen, mientras siguen sufriendo la opresión de ellas. También puede llevar a intervenciones poco afortunadas de actores externos bienintencionados, pero que sin advertirlo afianzan las atribuciones autoritarias de instituciones secuestradas, más que fortalecer el estado de derecho.

Para afianzar el estado de derecho, primero debemos concentrarnos en fortalecer a la gente, no a las instituciones, lo que implica el trabajo difícil, peligroso y a menudo nada de glamoroso en la base social, organizando a las comunidades para empoderar a los ciudadanos a que actúen por canales informales por fuera de las instituciones establecidas, con acciones que abarquen protestas no-violentas –marchas, boicots, huelgas y piquetes-, así como iniciativas comunitarias que mejoren directamente las vidas de las personas, como los centros de asesoría laboral y los huertos comunitarios.

Iniciativas así se necesitan especialmente en estados autoritarios donde las instituciones sencillamente han fallado. Pero, incluso en las democracias establecidas, el fracaso reciente de instituciones que se suponía eran sólidas y debían prevenir la socavación del estado de derecho ha demostrado que no existe nada que reemplace una ciudadanía activa y organizada. No es algo que se pueda legislar ni decretar, o copiar y pegar de una a otra jurisdicción. La gente debe acumularla colectivamente desde la base social misma.

Para desarrollarse, el poder popular debe partir por abrir las mentes de los ciudadanos a que es posible otro tipo de sociedad y una nueva manera de hacer las cosas. En la Sudáfrica del apartheid, por ejemplo, los grupos de estudio y las clases de alfabetización para adultos impartidas en los municipios en la década de los 70 ayudaron a sentar las bases para el movimiento de masas que surgió en los 80 bajo la bandera del Frente Democrático Unido (UDF, por sus siglas en inglés). El UDF acabaría por desempeñar un papel líder en la lucha contra el apartheid que culminaría con la liberación de Nelson Mandela en 1990 y la revocación de la prohibición del partido Congreso Nacional Africano.

El paso siguiente es que las personas con visiones similares se conecten entre sí en el mundo real (no solo en las redes sociales) y participen activamente en temas que afecten directamente sus vidas. Al principio estos asuntos podrían ser más de carácter local que nacional, y conllevar acciones menos riesgosas. Sin embargo, con el tiempo la gente desarrolla confianza mutua y gana confianza tanto en sí misma como en su poder colectivo como grupo. Se van formando coaliciones y las acciones ganan en alcance y quizás se vuelven más conflictivas. De pronto tenemos ante nosotros un movimiento social mayor que ninguna de las personas u organizaciones que lo componen y que puede destrabar el potencial de cambio de la gente.

El poder popular puede fortalecer el estado de derecho de al menos tres maneras. Para comenzar, puede contrarrestar y hasta neutralizar la presión verticalista de las autoridades (por lo general, el poder ejecutivo) sobre los tribunales y la policía. Esto puede ayudar a asegurar que incluso instituciones corrompidas o comprometidas desempeñen sus tareas de conformidad con el estado de derecho, como ocurrió en el caso de Mawarire.

Segundo, un movimiento de poder popular puede crear espacios alternativos que prefiguren una sociedad en que se respete el estado de derecho. El movimiento debe funcionar internamente de una manera justa e imparcial, y aplicar los mismos estándares a todos sus miembros, independientemente de su posición. Y toda acción de desobediencia civil debe tener un propósito estratégico y ser altamente disciplinada, de modo que los participantes comprendan que no constituye un rechazo al estado de derecho, sino un medio para crearlo.

Tercero, una y otra vez el poder popular ha demostrado ser una herramienta eficaz para derrotar hasta a la dictadura más brutal y lograr una transición a un sistema de gobierno más democrático. Así, se pueden implementar reformas de gran alcance para el fortalecimiento del estado de derecho que no habrían sido posibles en un sistema corrompido. Por ejemplo, en noviembre de 2019 la nueva autoridad de transición de Sudán -establecida tras meses de protestas no-violentas contra la dictadura del Presidente Omar al-Bashir y, después, contra el régimen militar que lo derrocó- derogó una opresiva ley de orden público que había normado el modo como las mujeres podían comportarse y vestirse en público. Aunque la transición sudanesa no está de ningún modo completa, esto representó un enorme triunfo para el estado de derecho que no se habría logrado sin el poder popular.

Los gobernantes autoritarios entienden el poder popular y le temen. Poco después de la audiencia de Mawarire, el régimen zimbabuense erigió una valla alrededor del Tribunal de Magistrados de Rotten Row para evitar futuras manifestaciones allí. Pero tal como los regímenes autoritarios se adaptan y aprenden de sus errores, quienes luchamos por una sociedad basada en el estado de derecho también debemos ajustarnos, innovar e improvisar, acumulando suficiente poder como para desmantelar los sistemas que nos oprimen. Solo mediante la lucha de la gente común y corriente podremos concentrar nuestra energía en el desarrollo de instituciones sólidas que protejan por igual a todos y cada uno de los ciudadanos.

El autor escribe esta columna a título personal y asume la total responsabilidad por las opiniones expresadas.

*Doug Coltart es abogado en Mtetwa & Nyambirai Legal Practitioners en Zimbabue. Copyright: Project Syndicate, 2020.

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