La pandemia ha echado por el suelo muchas verdades que parecían intocables. Una de ellas reinó por años como un dogma: según este, el mercado podía resolver todos los problemas, incluso las crisis. Que eso es falso quedó demostrado muy pronto, en marzo de 2020, cuando los suministros para los servicios de salud escaseaban a nivel mundial para atender las necesidades, y los fabricantes no daban abasto para satisfacer la demanda.
Entonces el gobierno de Estados Unidos importó masivamente respiradores y otros materiales, pero, en lugar de repartirlos a los estados de una manera equitativa o con algún rigor técnico, permitió que las fuerzas del mercado asignaran estos elementos, con lo que los precios se dispararon de inmediato. El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, en una rueda de prensa explicó que “los estados estamos compitiendo por los mismos elementos, y los fabricantes a veces nos dicen, no podemos venderle porque otro nos ofreció más dinero, es como una subasta en eBay”.
El gobierno de Donald Trump había entregado a las leyes del mercado un tema de enorme sensibilidad social, sin tener en cuenta que cuando un bien escasea su precio sube; si por el contrario hay abundancia, su valor baja. Esta regla, que en cualquier otro campo parece justa, en un asunto de vida o muerte como la pandemia se convirtió en fuente de dificultades. En efecto, la industria reaccionó con lógica de negocio, lo que condujo eventualmente a la escasez y el aumento de precio de los insumos, con lo que el personal médico alrededor del mundo se vio obligado a protegerse con bolsas de basura y con mascarillas desechables usadas hasta por tres y cuatro turnos. Por las mismas razones los fabricantes de pruebas no las produjeron al ritmo necesario e incluso las acapararon en busca de mejores ingresos. Y hoy los laboratorios productores de las vacunas aún no pueden entregar los volúmenes necesarios para detener la pandemia. Mientras las fuerzas del mercado operan, el virus se propaga, muta y cobra vidas.
La crisis de la covid-19, sumada a la del cambio climático y a la económica, demostró que las emergencias globales que amenazan la existencia de la humanidad no pueden quedar a merced de la mano invisible del mercado. Las soluciones no deben venir de la lógica económica de maximizar las ganancias sino del consenso político en pos del bienestar general. En Europa, donde la acción del Estado nunca ha sido un tabú, países como España, Francia, e Italia se apresuraron a nacionalizar los servicios de salud, y a deshacer en unas semanas décadas de privatización en el sector.
Esto resulta cuando menos paradójico, ya que desde hace cuatro décadas ha imperado la tendencia a peluquear al Estado con el argumento de que los mercados son más eficientes y crean sociedades más prósperas. “El gobierno no es la solución a nuestros problemas, porque el gobierno es el problema” decía Ronald Reagan en su discurso de posesión presidencial en 1981. Hoy, 40 años después, los ciudadanos se vuelcan hacia el gobierno para exigir soluciones prontas y efectivas a la pandemia, el cambio climático, la asistencia social y la crisis económica para salvar los mercados financieros y las empresas.
A la ineficiencia del Estado, como institución, le achacaban la causa de todos los problemas de la sociedad. Con este principio ideológico muchos países redujeron su actividad mientras privatizaban los servicios básicos de la sociedad: la salud, la educación, las pensiones, el transporte e incluso la seguridad. El Estado de bienestar, que surgió en Europa de las cenizas de la segunda guerra mundial y asumía buena parte de esas actividades, se fue degradando hasta convertirse en uno donde el ciudadano pasa de ser sujeto de derechos a consumidor de servicios. Todo ello amparado por el argumento falso de que el mercado puede autorregularse y garantizar un acceso abundante a lo que la gente necesita para vivir bien.
En este sentido, no es la primera vez que el Estado se erige como la tabla de salvación de las sociedades. En la gran depresión de 1929, las guerras mundiales o la crisis financiera de 2008, el Estado entró a mitigar el desastre social del aumento de la pobreza y a promover la recuperación económica a través del gasto público. Como en una historia repetida, Estados Unidos y Europa hoy ya están poniendo en marcha sus versiones contemporáneas del Plan Marshall de 1946 —que reactivó a Europa Occidental—, para impulsar sus economías, transformar la matriz energética y el mercado laboral y de paso darle forma al siglo XXI.
STARTING NOW: Joe Biden presents economic recovery plan for working families. https://t.co/LGXwxg2LN8
— ABC News Politics (@ABCPolitics) July 28, 2020
¿Significa esto que un Estado grande solucionará todos los males en América Latina? ¿Debemos regresar a un Estado que controle cada aspecto de nuestras vidas y que reemplace al sector privado? Por supuesto que no, como lo demuestran las fracasadas economías centralizadas de los Estados comunistas. En realidad, más que Estados grandes, la región necesita urgentemente Estados “de calidad”. Así lo afirma el analista político y periodista de CNN Fareed Zakaria en su libro Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, donde aboga no por un gobierno grande o pequeño, sino por uno bueno.
“Lo que importa no es la cantidad, sino la calidad del gobierno” afirma Zakaria como segunda lección en su texto. Sin embargo, grandes o pequeños, los Estados en América Latina se han caracterizado por su baja calidad y por su ineficiencia, debilidad y tendencia a beneficiar a pequeñas élites políticas y económicas por encima de la mayoría de sus ciudadanos.
El periodista de la DW Burkhard Birke afirmó en el programa de análisis “A Fondo” que la convulsión social que vive hoy Colombia se debe al modelo neoliberal que ha aumentado las brechas sociales y la desigualdad, y que hoy hace agua. Además, agrega que ese fenómeno se repite en toda América Latina. “En Ecuador un alza en el combustible casi termina con la destitución de Lenin Moreno, en 2019 vimos las protestas de Chile desembocaron en una Constituyente”, sostiene.
Pero más allá de su orientación ideológica, los gobiernos de la región no parecieron estar a la altura de las circunstancias para mitigar los daños y convirtieron a la tragedia en poco más que un botín. En Bolivia, el gobierno de Jeanine Áñez adquirió respiradores por 16,3 millones de dólares que llegaron incompletos y que los médicos tuvieron que dejar de usar porque “estaban matando a la gente”. Guayaquil vivió una crisis sanitaria a causa de una cadena de errores de funcionarios públicos que desbordó no solo al sistema de salud sino al funerario. Y los casos se multiplican.
A pesar de todo esto, los cambios fundamentales en los sistemas políticos para fortalecer los Estados encuentran resistencia en América Latina. En el caso de Colombia los manifestantes de las últimas semanas exigen profundizar la democracia, pero el gobierno ha contestado con conversaciones gaseosas y con represión. Ahora preocupa que las protestas se puedan ampliar por todo el continente si la región no apuesta por una democracia más efectiva que respondan a las crecientes demandas sociales insatisfechas. Así lo afirma el diario británico The Financial Times en un artículo de análisis que titula “la agitación social de Colombia se puede esparcir por toda América Latina”.
El gobierno de #Colombia y el comité que agrupa a parte de los sectores que protestan masivamente no llegaron el lunes a un acuerdo para salir de la crisis, que deja decenas de muertos. (cp). https://t.co/f1Zy5hNdQz
— DW Español (@dw_espanol) May 18, 2021
Solo Chile parece vislumbrar un futuro esperanzador gracias a la Constituyente que resultó de las protestas de 2019. En ese año, los chilenos explotaron justamente exasperados por el excesivo papel del mercado en sus vidas. Allí sí que el sector privado asumía actividades incluso estratégicas, hasta el suministro de agua a la población. Hoy, los estragos de la pandemia se unen a esas quejas para requerir un cambio de fondo que, todo indica, resultaría en un Estado mucho más actuante.
Pero lo que no puede pasar es que los Estados latinoamericanos sigan funcionando bajo la lógica de la rapiña y la captura de rentas, pues los problemas que enfrenta la región van a continuar su espiral ascendente. Por eso crece en estos países la conciencia de la necesidad de no esperar a la siguiente crisis para recurrir, tal vez demasiado tarde, a la acción de un Estado que, a la larga, es lo único que pertenece a todos.
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El autor es encargado de Campus y eventos en CONNECTAS