22 de abril 2019
I.-Hambre en Nicaragua
Los Rodríguez, de Granada, encontraron la manera de reducir sus tiempos de comida de tres a dos veces al día, porque no tienen para comer lo que corresponde.
La familia la integran cuatro personas: el padre y la madre, (ambos sexagenarios: él jubilado; ella, una señora que lava, plancha y cocina ajeno para aportar a la economía familiar), y dos hijos: ella, madre de dos pequeños, soltera, que limpia casas para velar por su manutención, y él, un joven que perdió su trabajo antes del inicio de la crisis, y que no ha podido volver a emplearse.
“Luego de la parte más cruda de la crisis, mi hermana perdió su trabajo. Mi papá -que trabajaba a escondidas (para no perder su jubilación) como mesero en un hotel de Granada- también lo perdió, pues su trabajo era meramente para turistas extranjeros, los cuales dejaron de venir al país. Yo ya no pude encontrar trabajo, así que la única que aún lo conserva es mi mamá”, dijo el joven.
En medio de la crisis, la hermana comenzó a comprar ropa usada en buen estado -a cinco o diez córdobas la pieza- que luego ofrece a amistades y vecinos. Con todo, esos escuálidos ingresos “hacen que sea muy difícil poder comer tres veces al día, así que nos hemos acostumbrado a comer dos veces: una vez en la mañana, y luego otra en la tarde, como a las cuatro”, relata.
Ya en 2017, la quinta parte de los nicaragüenses (un 20.4% que equivale a más de 1.3 millones de personas) era pobre, según los cálculos de la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social (Funides).
La recesión que siguió a la represión violenta de la Rebelión de Abril, hizo que otras 200 000 personas se sumaran -en contra de su voluntad- al ejército de pobres que busca inventar cada día, un método, una forma, que permita garantizar el alimento familiar. Aunque sea eso.
Si la situación de estas personas ya es triste, más lo es la perspectiva de que el continuado deterioro de la situación económica del país puede llevar a que su número pase del millón y medio actual, y se acerque a los 2.1 millones de habitantes a final del presente año.
La tristeza de estas cifras es que se trata de una tragedia que se repite invariablemente, tres veces al día, aunque haya familias, como Los Rodríguez que la han reducido a dos.
Luisa y Denisse: madre, hija, nietos y sobrinos
Doña Luisa Benavides y su hija Denisse Ruiz tienen cinco muchachos a su cargo, cuatro de ellos en edad escolar, y un bebé que ya camina y gusta de monopolizar el control remoto del televisor.
En conversación con CONFIDENCIAL, Denisse recuerda que “la situación económica del país es pésima. Los trabajos están escasos. Eso no quiere decir que antes había trabajo a montón, pero sí había empresas dispuestas a contratar personal. En vez de eso, las empresas se están yendo del país y despidiendo a su personal, y eso hace que empeoren las condiciones en casa”.
Consciente de su responsabilidad, ella ha metido papeles por todos lados, “pero nadie está contratando”, lo que hace que día incremente su angustia, porque “tengo casi lo que va de 2019 sin trabajo”.
Aunado a su situación de desempleo, Denisse observa con desaliento que “los perecederos están caros. Antes, las cosas podían subir uno o dos córdobas, y ahora suben cinco, seis, y hasta siete córdobas. El poco dinero que se consigue se va en comprar tres o cuatro cosas, y si tu familia es grande, como en mi caso, es peor la situación”.
Comparando el año pasado con el actual, recuerda que “antes podía estirar el pago para comprar alimentos y algunas necesidades de casa, pero todo ha subido demasiado. Si media libra de queso costaba 25 córdobas, ahora la compro en 32 o 33 córdobas. Esto me tiene deprimida”, confesó.
A pesar de todo, ella y doña Luisa han logrado el objetivo de que los niños no pasen hambre. “No hemos dejado de comer, por gracia de Dios, pero debemos casi 8000 córdobas de agua y luz, porque no hemos podido pagar los recibos durante varios meses”, reveló.
Que los niños no hayan pasado hambre, no quiere decir que se estén alimentando bien. “No contamos con apoyo del resto de la familia: solo somos mi mami y yo. A veces solo comemos arrocito. Otras veces solo les damos de comer a los niños, y aguantamos hambre mi mami y yo”, relató.
De emprendedor a desempleado
El leonés Marcos Caldera, tenía muchos planes antes que la Rebelión de Abril le mostrara la fragilidad de la condición humana. Junto con una socia, estaba montando una pequeña empresa dedicada a la elaboración de productos a base de cacao, de la que ya tenían su propia marca: ‘Usi Sindiu’, que significa ‘Cacao de Subtiava’, en la antigua lengua de esa comunidad indígena.
Si bien, “las ventas no eran muy fuertes”, Marcos entendía que estaba comenzando y “todo inicio es difícil”.
“La meta que teníamos era llegar a crecer, pero hoy eso es difícil. He dejado de producir porque cuesta mucho vender algo. En realidad, casi no hay ventas”, reconoció.
“Económicamente hablando, la familia está mal: yo estoy sin empleo, los únicos que trabajan son mi papá y mi hermano, y con sus salarios se logra pagar los gastos de la casa y alimentación. He salido a buscar trabajo y no logro encontrar, porque casi no hay empleo”, comenta.
Dado que los salarios del papá y el hermano son insuficientes, y a que sus familiares que están en el extranjero “no nos ayudan”, los Caldera se están gastando el ahorro de sus padres, con la esperanza de que la situación comience a mejorar.
II.- Hambre en el extranjero
Las historias de Celia, Adriana, Jhoswell o Jairito parten de puntos muy diversos, para juntarse en un solo lugar: el exilio, que en sus casos está marcado con los signos de la pobreza, el hambre y la desesperación.
Celia es una mujer que hasta hace poco tiempo gritaba vivas al comandante, y estaba presta a cumplir las tareas que ‘la revolución’ le encomendara. Jhoswell por su parte, era un activista social, ecológico y artista, que empezó a acompañar las protestas ciudadanas, pero como brigadista de primeros auxilios y defensor de derechos humanos acreditado en la Anpdh.
Las historias de Jairo y Adriana se parecen entre ellas, aunque son distintas a las de Celia y Jhoswell. Jairo y Adriana eran estudiantes de la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli). Él cursaba tercer año de Administración de Empresas, y apoyaba a sus padres en cualquier negocito que ellos emprendieran, mientras que ella llevaba cuarto año de Mercadotecnia en esa misma casa de estudios, y trabajaba para una empresa privada en el área de trade-marketing.
Los chavalos de la Upoli
Igual que muchos miles de nicaragüenses, Jairo y Adriana se indignaron al saber que estaban agrediendo a los ancianos que protestaban por las reformas a la Ley de Seguridad Social: ella, porque lo vio en persona. Él, porque el líder local de UNEN les ‘orientó’ que fueran a ayudar a los agresores, a lo que Jairo y sus compañeros se negaron.
A partir de ese momento, ellos quedaron marcados, como muchos más, por lo que se encontraron con la cruda realidad de que solo les quedaba el exilio. Adriana en particular, luego de ver morir a sus compañeros y de que encarcelaran a su novio, y se fueron. Él, evadiendo a las autoridades nicaragüenses. Ella, en avión, un día antes de que le giraran orden de captura.
Jairo se fue para Costa Rica, donde permanece. Allá se ha encontrado con vecinos, parientes y compañeros de lucha, quienes se acompañan mutuamente para sobrellevar el infortunio de no estar en su propia tierra.
Los gastos, cuenta Jairo, “los costeo yo con un pequeño trabajo que conseguí. No es fijo, ni diario, pero es lo suficiente para sobrevivir. También ayuda que mis tías, que están en Estados Unidos, me colaboran para pagar la mitad de la renta y parte de mi alimentación”, detalla.
Peligros aquí, peligros allá
Adriana se fue más largo: hasta Panamá. Relata que cuando llegó a tierras canaleras, “cada noche se convirtió en amargura, desesperación, depresión”, en especial cuando se activaban los recuerdos de cuando estuvo bajo las balas en la Upoli.
“Aquí no tengo a nadie. Empecé limpiando una casa. Nada fue fácil. En páginas y periódicos aparecen ofertas de empleo que solo son portada, ilusiones. Casi caigo en trata de personas. Si no me hubiese dado cuenta en el momento, hoy no sé dónde estaría, porque sé que aquí no tengo a nadie”, repite.
“De ahí me salió un ángel que me trajo al trabajo actual: un lavadero de autos, que me permite dar empleo a mis paisanos”. Ahí tiene gente que fue torturada de forma salvaje por los policías que debían haberlos protegido; finqueros que tuvieron que abandonar sus prósperas propiedades con lo poco que pudieron tomar, al ser invadidos por tomatierras, y ahora tienen que trabajar y vivir en condiciones lamentables.
En medio de todas esas limitaciones, el grupo ha comprendido la importancia de la solidaridad, y de cuidarse entre nicaragüenses.
Celia, una ciudadana normal
Aunque Celia dice que “en Nicaragua, yo era una ciudadana más”, su historia demuestra que se subestima al decirlo, toda vez que fue parte de la cúpula de un sindicato afín al partido de Gobierno, y a que trabajó para Albanisa clasificando documentación restringida.
Quizás nunca creyó que sus antiguos ‘compañeros’ de partido llegarían a amenazarla de muerte. Seguramente fue por eso que se atrevió a expresar delante de ellos que “si habíamos botado a un dictador, ¿por qué íbamos a mantener a otro?”.
Cuando uno de los amigos que todavía le quedaban dentro de esa organización partidaria le informó que al día siguiente llegaban por ella, no esperó a ver si el aviso era real: pidió dinero prestado a algunas amistades, y salió hacia Costa Rica, no sin antes pasar por el trauma de no saber lo que le esperaba cuando pasó por migración de Nicaragua. “Sudé más que cuando me detuvo la Guardia Nacional, siendo una chavala”, recordó.
En Costa Rica se hospedó con familiares de su exesposo. Siete días después, recibió una llamada de una muchacha que le dijo que le tenían un trabajo cuidando un par de ancianos, labor en la que sigue trabajando.
“Me pagan 235 000 colones (casi 390 dólares, o 12 780 córdobas), y pago 100 000 colones (165 dólares, o poco más de 5400 córdobas) por un apartamentito, pero estoy bien, porque camino libre por las calles, sin temor a que me sigan”, dice. Aunque sus ingresos pudieran parecer altos, es sabido que Costa Rica es el país más caro de la región centroamericana.
“En las últimas semanas, mi situación se ha puesto más difícil, porque varios miembros de la familia se están viniendo para acá, de modo que ese mismo salario tiene que servir para alimentar a cada vez más bocas, pero son mis hijos, y no los voy a abandonar”, asegura.
Ayudando a otros
Jhoswell recuerda que se involucró “en la lucha de abril para salvar vidas, auxiliar heridos, liberar presos, hasta que el trabajo de defender los derechos de los demás se volvió en extremo riesgoso, y la directiva en pleno de la Anpdh tuvo que abandonar el país”, sin imaginar que eso lo expulsaría de la zona de confort en la que había vivido hasta entonces, para convertirse en un exiliado más en Costa Rica.
Aunque sigue ligado al trabajo de defensoría, Jhoswell también ha tenido que encontrar cómo generar recursos para cubrir sus gastos, misión que ha podido cumplir hasta ahora gracias a que recibe algunas remesas, pero también a que efectúa los trabajos duros que ha podido encontrar en ese país.
Todo ello, “sin dejar de ayudar por mi cuenta con acciones humanitarias a otros refugiados que no pueden financiarse ni hacer nada para solventar su situación extrema. Estoy hablando de alimentos, ropa, zapatos, colchonetas, y efectivo para pagar el alquiler de los cuartos que habitan, aun cuando muchos de ellos son lugares considerados totalmente inhabitables”, resumió.