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Crisis de inseguridad ciudadana en Costa Rica

El caso de Costa Rica se convierte en un desafío regional: la posibilidad de combatir al crimen organizado con los instrumentos de la democracia

2023 es el año más violento en Costa Rica por el aumento de la droga y narcotráfico

Laura Chinchilla

30 de abril 2024

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Inicié mi carrera política y de servicio público hace 30 años como ministra de Seguridad Pública, la primera mujer en ocupar ese cargo en mi país, Costa Rica. Me movía el deseo de establecer una Policía profesional, debidamente organizada y capacitada. Una política por muchas décadas postergada, pese a contar con dos características excepcionales que generaban presión sobre nuestro modelo de seguridad. La primera, es la ausencia de Fuerzas Armadas, ya que las mismas fueron desmovilizadas mediante una reforma constitucional en el año 1949, e inmediatamente después de una guerra civil de corta duración pero de consecuencias duraderas. La segunda, se refiere al hecho de que el país está ubicado en una de las subregiones más violentas e inestables de las Américas, y aunque Centroamérica experimentaba para los años noventas, una transición desde las sangrientas guerras civiles, se adentraba en escenarios igualmente violentos condicionados por la creciente presencia del crimen organizado transnacional asociado al tráfico ilícito de drogas  y las pandillas o maras locales. Sin embargo, para entonces, muchos consideraban exagerada mi preocupación. Desgraciadamente, el paso del tiempo ha demostrado que la misma era fundada. Hoy Costa Rica se encuentra en un punto de inflexión con preocupantes niveles de violencia y criminalidad, tambaleándose en el mismo abismo en el que ahora se encuentra Ecuador.

En los temas de seguridad, había dado mis primeros pasos como funcionaria de unos proyectos financiados por la Agencia para el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID) dirigidos a reformar la justicia penal en América Latina, y como investigadora y autora junto a mi esposo, José María Rico, de varias publicaciones. La seguridad había dejado de constituir para mí un tema estrictamente académico, profesional y familiar y se había convertido en una preocupación política, ya que comprendía que tarde o temprano afectaría los intereses y estabilidad de la nación, aunque mis compatriotas aún no lo veían como un problema sensible del país.


Y es que, para entonces, los costarricenses vivíamos años de relativa prosperidad y tranquilidad como culminación de un proceso de muchas décadas en las que decisiones visionarias habían dado como resultado un modelo de desarrollo bastante excepcional comparado con otras naciones de América Latina en las que abundaban los golpes de Estado, las guerras civiles y la represión sistemática de los derechos humanos. La abolición del Ejército le permitió a Costa Rica contener las tentaciones autoritarias y evitar el contagio de las dictaduras militares que se sucedieron en prácticamente todos los países de la región a lo largo del siglo XX, lo cual nos consolidó como la democracia ininterrumpida más sólida de la región. Además, esa decisión nos permitió reasignar los recursos que sus vecinos dedicaban al gasto militar, siempre elevado y oneroso, a financiar sistemas de acceso universal en educación y salud, convirtiéndonos tempranamente en una de las naciones latinoamericanas de más alto desarrollo humano. En esas condiciones, democracia estable y altos índices de bienestar, los y las costarricenses no tenían razones para preocuparse de su modelo de seguridad, tampoco sus dirigentes políticos.

Sin embargo, las tendencias a las que me referí inicialmente, la ausencia de una Policía entrenada, equipada y profesional, y la geopolítica del crimen organizado cada vez más extendida en la región, advertían de serios riesgos en el horizonte. Es así, como en compañía de un grupo de funcionarios y con un fuerte apoyo político, inicié en 1994 el proceso para profesionalizar y modernizas la seguridad de mi país, utilizando como base la Ley General de Policía aprobada ese mismo año. Varios años después de esa experiencia y luego de haber tenido la oportunidad de realizar otros aportes adicionales al modelo de seguridad costarricense como congresista entre 2002 y 2006 y luego como vicepresidenta y ministra de Justicia entre 2006 y 2008 cuando presenté la Ley contra el Crimen Organizado, los costarricenses me eligieron, en 2010, presidenta de la República, la primera en la historia institucional de Costa Rica. Mi triunfo en esas elecciones respondió, entre otras cosas, al clamor ciudadano por mayor y mejor seguridad. ¿Qué había sucedido para que entre 1994 y 2010, el tema dejara de ser preocupación de sólo un grupo de expertos y se convirtiera en preocupación nacional?

El cambio más significativo es que el país se tornaba más violento, la tasa de homicidios había alcanzado los dos dígitos pasando de 6.5 homicidios por cien mil habitantes en 2001, a 11.8 en 2009, un incremento superior al 80%. Este vertiginoso incremento, había producido un sentimiento de alarma en la población que demandaba acciones para detener la escalada de violencia. Al mismo tiempo, Centroamérica se había consolidado como zona de trasiego de las drogas ilícitas y en los países del norte (Honduras, El Salvador y Guatemala) el fenómeno de las pandillas se había extendido controlando partes del territorio de esas naciones y llevando la violencia criminal a los niveles más altos del mundo. Para el año 2011, Honduras alcanzaba una tasa de homicidios de 86.5 por cien mil habitantes, El Salvador de 70.7 y Guatemala de 39.1.

La situación de Centroamérica era a su vez reflejo del agravamiento del fenómeno del crimen organizado en todo el hemisferio occidental. Como consecuencia de los esquemas de patrullaje conjunto e interdicción que los Gobiernos de los Estados Unidos de América desplegaron en la cuenca del Caribe en la década de los noventa, se produjeron dos externalidades negativas. Primero, el trasiego de drogas se movió hacia rutas territoriales abriendo mercados de consumo en los países por donde se trasegaba el producto, creando una estela de colaboradores que fortalecería a las pandillas locales, y provocando enfrentamientos sangrientos entre esas pandillas por el control de las rutas y los mercados ilícitos al interior de sus países. Segundo, las rutas se desplazaron también hacia las costas del Pacífico, lo que combinado con la implementación del Plan Colombia para combatir la producción y comercialización de cocaína, así como la amplia frontera que comparte México con Estados Unidos, provocó una nueva generación de cárteles mexicanos, tan o más poderosos y competitivos como sus predecesores colombianos. La peor parte de estas transformaciones, se las llevó Centroamérica que a partir de entonces quedaría flanqueada por dos naciones que lideran la producción de cocaína y de opio.

Los resultados mencionados, evidencian de las  serias fallas de la política antinarcóticos que ha imperado en nuestra región. El informe de la Comisión de la Política de Drogas para el Hemisferio Occidental de los Estados Unidos publicado en 2020, reconoce “el fracaso colectivo para controlar tanto el abuso en el consumo como  el tráfico de drogas”, lo que ha generado un dramático saldo humano e institucional y que cada vez se extiende a más naciones del continente. Hoy, ya no sólo Colombia, México o Centroamérica, sino toda la región es presa del crimen organizado transnacional.  Pero no se trata sólo de los mercados ilícitos de las drogas, según el Índice Global de Crimen Organizado “es evidente que las Américas han surgido como un centro para los mercados globales ilícitos”. (Índice Global de Crimen Organizado 2023, pg.100). Es en este contexto de extrema complejidad en el que Costa Rica, la democracia desarmada, está luchando por mantener sus compromisos históricos con la desmilitarización y el Estado de derecho, a la vez que experimenta los más altos niveles de violencia de su historia. Y es que, pese a los esfuerzos realizados por mejorar la seguridad que permitieron una caída en la tasa de homicidios en un 30% entre 2009 y 2013,  el país volvió a ser presa de la violencia y el temor, al punto que en 2023 la tasa de homicidios alcanzó un máximo histórico de 17.2 por cien mil habitantes, lo que significa un  un incremento del 98% en tan sólo diez años. Datos de fuentes oficiales policiales, indican que más del 60% de esos homicidios son atribuibles al crimen organizado y a las pandillas en sus disputas por el control de rutas y mercados en diversos puntos del país, especialmente en las ciudades costeras, tanto del Caribe como del Pacífico.

Si estas tendencias se mantienen, el futuro para Costa Rica no luce promisorio. Los acontecimientos que se han precipitado en Ecuador recientemente, constituyen una cruda advertencia de lo que podría suceder en nuestro país. Ya para el año 2018, el entonces ministro del Interior de España anunciaba la inclusión de Costa Rica en el listado de países que más exportaban droga a ese país a través de los puertos, y en marzo de 2024 la representante diplomática de los Estados Unidos ante Costa Rica refiriéndose al trasiego de drogas entre Colombia y otros países y regiones del mundo, indicó que “Costa Rica es el país número uno en el traspaso de drogas”, aunque también reconoció los esfuerzos que realiza el país en materia de detección e interdicción.

Además, los factores asociados a la vulnerabilidad social de la población joven, se han agravado desde el impacto producido por la pandemia; datos del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) indican que hacia finales de 2023, la tasa de desempleo juvenil alcanzaba un 27.4%, tres veces más alta de la tasa de desempleo general, y 142 000 jóvenes ni estudiaban ni trabajaban. Estas condiciones ayudan a explicar por qué cuatro de cada diez víctimas de homicidios en el país son jóvenes de entre 18 y 29 años, los cuales mueren como víctimas directas del crimen organizado o por sus actividades como integrantes de los grupos criminales.

Junto al deterioro en las condiciones sociales de la población joven, se redujo el financiamiento a las instituciones del sector seguridad y el número de policías disponibles para tareas de patrullaje y control. Finalmente, se debilitaron los mecanismos de coordinación entre las más importantes instituciones del Estado costarricense. Por todo ello, Costa Rica se encuentra en un delicado punto de inflexión frente al cual los gobernantes deben decidir si emprenden un esfuerzo a escala nacional que convoque a diversos sectores sociales e institucionales para adoptar las medidas necesarias que busquen frenar los preocupantes niveles de violencia y criminalidad, o bien dejan que el país se precipite por el mismo abismo en que el cayó Ecuador.

Aunque históricamente Costa Rica ha tenido un mejor desempeño que Ecuador en materia de Estado de derecho, solidez y transparencia institucional, y desarrollo humano, también comparte con este país algunas similitudes: en ambos casos, los niveles de trasiego de droga hacia los grandes mercados consumidores escalaron rápidamente utilizando ciudades portuarias que facilitaron las operaciones, además, las pandillas locales muestran estructuras altamente fragmentadas y envueltas en disputas por el control de rutas y mercados que han provocado un crecimiento exponencial de la violencia. En muy pocos años, Ecuador y Costa Rica pasaron de estar entre los países con más bajas tasas de homicidios de la región a ocupar los dos primeros lugares de los países en donde más crecieron las tasas de homicidios entre 2022 y 2023, 48% en Ecuador y 41% en Costa Rica.

Pero la diferencia más distintiva entre Costa Rica y Ecuador, y entre Costa Rica y cualquier otro país de América Latina, es que de presentarse una crisis extrema de seguridad como las sufridas por Colombia, México, Ecuador o los países del norte de Centroamérica, no podrá invocar la participación de las Fuerzas Armadas ni declarar una “guerra contra las drogas” según el patrón seguido por esas naciones. Por ello, lo que hoy está en juego en Costa Rica es mucho más que el efectivo control de la violencia criminal, es la vigencia de un modelo que apostó al Estado social de derecho y a una policía civilista y desmilitarizada, como garantía de paz, democracia y estabilidad. En un momento en el que ganan terreno en América Latina las políticas de seguridad de corte autoritario y por fuera del Estado de derecho, el caso de Costa Rica se convierte también en un desafío regional: la posibilidad de que el crimen organizado y sus diversas manifestaciones, se puedan seguir combatiendo con los instrumentos de la democracia.

*Artículo publicado originalmente en ReVista Harvard.

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Laura Chinchilla

Laura Chinchilla

Primera presidenta de Costa Rica (2010-2014). Trabaja como consultora, profesora y conferenciante. Es copresidenta del Diálogo Interamericano. Ha encabezado varias misiones de observación electoral de la OEA.

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