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Poesía al ritmo de carnaval

Granada se enciende al son de chicheros, bailarines y poetas durante el carnaval del Festival de Poesía

Parte del jolgorio vivido durante el carnaval del Festival de Poesía de Granada. Carlos Herrera | Confidencial.

Anagilmara Vílchez

18 de febrero 2016

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Alfonso enciende un cigarrillo. Lo enreda entre los dedos de su mano izquierda y se lo lleva de vez en cuando a la boca.

Espera como estaca en la acera. Impaciente, saca un diminuto espejo y revisa que el hollín le haya eclipsado bien el rostro. Todo luce correcto: la pasta negra con la que se embarró la cara, la corona de flores rojas y el traje arrugado y flojo. Muy flojo.


Desde lejos se le distingue de los otros “Chinegros” por el humo. Alfonso Pérez tiene 26 años y desde los 10 se disfraza para este baile tradicional nicaragüense.

Todos los días, excepto hoy, trabaja como ayudante en albañilería. La mugre en sus uñas lo confirma. Con sus dos hermanos y otros 30 compañeros, espera que el carnaval inicie.

Son poco más de las dos de la tarde y hay un calor espeso en el segundo día del Festival Internacional de Poesía de Granada.

Turistas, poetas y curiosos comienzan a agolparse en la plaza de la Iglesia La Merced. Justo al frente de donde Alfonso fuma su cigarrillo.

Por la calle pasan vendedores, un cochero (que de no ser por su teléfono inteligente, él y su coche encajarían perfectos en un retrato del Siglo XIX), una quirina balanceando su hoz y un Cantinflas con el bigote chueco.

Desde una tarima móvil, los escritores, de más de 60 países, comienzan a soltar sus versos. En inglés, español, francés u otros idiomas que la mayoría de los oyentes no entiende.

Cuando se calla la poesía, rechinan los cuernos metálicos de los chicheros y poco a poco los presentes comienzan a moverse. A unos les bailan los pies. A otros la cabeza. A los menos tímidos, todo el cuerpo.

“Es primera vez que vengo”, asegura Victoria Solórzano, de 14 años. Desde el portal de una joyería ve pasar el carnaval. En la calle, los diablos, calaveras y chapulines de “El Cartel” brincan en grupo. Una quirina rápidamente la atrapa y la chupa al centro de la rueda. A Victoria todos la guiñan. La empujan. La despeinan. La liberan.

Luego hacen lo mismo con una mujer. Con otra muchacha. Quieren agarrar a una niña, pero ella pega alaridos histérica. Desisten.

“El Cartel es una burla a todo lo que es popular”, cuenta Kevin Lacayo, uno de los diablos mayores.

Como si se tratara de ídolos pop, a los 137 poetas, decenas de adolescentes uniformadas los cercan y les piden un autógrafo. Una foto. Después ellas confesarían que todo era por una tarea.

En el jolgorio, unos observan, otros venden y hay quienes hasta protestan. Los extranjeros toman fotos a todo lo que les sorprende: Al grupo de danza caribeña que menea sus trenzas de madeja y lentejuelas, al güegüense, al chocoyo prendido del canasto de una vendedora… A todo.

Boquiabiertos, muchos se quedan viendo a Eusebia Picado, una mujer de ébano que baila sensualmente con una botella de cerveza en la mollera. “No se cae. Nunca. Me encanta esto desde chavalita”, asegura Picado, de 63 años. Nadie le enseñó a hacerlo y ella no ha podido enseñarle a nadie. Ella llega a Granada desde El Viejo, Chinandega.

“Todo esto es un gran ejercicio de identidad para Nicaragua, que a nosotros, los que venimos de afuera nos hace reconocer a Nicaragua en su corazón, en su pasión, en su poesía. Es una tierra que siempre está sorprendiendo al mundo”, afirma el poeta uruguayo Andrés Echeverría.

Hay colores, bullicio, bombas y olor a pólvora. Hay coreografías, licor, poetas de barbas extensas, y poetas que danzan con su propio ritmo hasta que el sol deja de picar. Hay, también, un coche fúnebre con un féretro dentro que carga el "dolor de los bosques, el dolor de los árboles cortados". Un dolor que será enterrado por los mismos poetas que gritan: "queremos que se detenga ya la destrucción de la tierra".

Hay, además, comerciantes que madrugan y trasnochan, como Flor de María Morales. Anda, de arriba abajo, con un asador improvisado. En la parrilla de un viejo abanico cocina la carne que vende a 20 córdobas. La acompaña su hija de siete años.

“Unos admiran el trabajo de uno, otros lo ponen por el suelo”, lamenta.

Se queda en la Calle Calzada por unos minutos. Sopla el carbón. Abraza a su niña. Escucha un par de versos. Poco después levanta su carretón y pasa diciendo: “me dijeron que me quitara, que las estaba ahumando”. Su hija va cabizbaja. Flor de María señala a varias señoras de vestidos finos y sombreros. “Ellas fueron”, reclama.

Se pierde entre los bailarines y la Gigantona. Entre aquellos que van repitiendo algún poema y entre los que no recuerdan ninguno. A lo lejos puede verla por los hilos de humo que la siguen. Tal como se encontraba a Alfonso Pérez por su cigarrillo.

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Anagilmara Vílchez

Anagilmara Vílchez

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