12 de octubre 2024
La demanda de nuevos paradigmas económicos está superando rápidamente la oferta. Por el lado de la izquierda, el Institute for New Economic Thinking [Instituto para el Nuevo Pensamiento Económico] afirma que "la economía convencional ha demostrado tener puntos ciegos que han reducido su eficacia y credibilidad... Le han fallado a la sociedad en general ... Necesitamos una nueva visión de la economía cuyo objetivo sea servir a la sociedad".
Los más de 500 economistas firmantes de la Declaración de Berlín, entre ellos eminencias como Dani Rodrik, Laura Tyson, Thomas Piketty, Mariana Mazzucato y Angus Deaton, informaron al mundo que “vivimos en una etapa crítica. Los mercados por sí solos no van a detener el cambio climático ni llevar a una distribución menos desigual de la riqueza. El chorreo ha fracasado (…) Lo que necesitamos es un nuevo consenso político que aborde los factores profundos que impulsan la desconfianza de la gente”.
Para no ser menos, la derecha también exige una nueva agenda que, según el presidente de la Heritage Foundation, debe estar "basada en los principios de un gobierno limitado, libertad económica, una sociedad civil robusta y una defensa nacional fuerte". ¿Cuál es el objetivo de esta nueva agenda? Contrarrestar "la escalada de la guerra cultural del totalitarismo woke".
Y recién la semana pasada, Javier Milei, el presidente libertario de Argentina, dijo ante la Asamblea General que el mundo no necesita el “programa supranacional de índole socialista” de las Naciones Unidas, sino una “agenda de libertad”.
La mayoría de los economistas tiene alergia a los llamados grandilocuentes que piden nuevas agendas y paradigmas. Durante los últimos veinticinco años la profesión se ha movido en la dirección opuesta, con la esperanza de llegar paso a paso la prosperidad, aplicando una pequeña intervención de política tras otra: otorgar microcréditos a los aldeanos, proporcionar mosquiteros a quienes corren el riesgo de contraer malaria, y luego medir los resultados para ver qué funciona. “Una gran ventaja de enfocarse en intervenciones claramente definidas”, afirman los Nobel Esther Duflo y Abhijit Banerjee, es que “podemos experimentar con ellas, abandonar las que no funcionan, y mejorar las que tengan potencial”.
Cuando se le pregunta a un economista si una política es deseable, la respuesta más probable es que “depende”. Lo que funciona en cierto lugar, en cierto momento, posiblemente no funcione en otro. Es por ello que Dani Rodrick ha advertido “cuidado con los economistas que portan paradigmas”. Y ya en 1970, el gran economista del desarrollo Albert Hirschman publicó un influyente ensayo titulado “The Search for Paradigms as a Hindrance to Understanding” [La búsqueda de paradigmas como obstáculo al conocimiento].
Entonces, ¿quiénes tienen razón, los escépticos o los gurús?
A primera vista, es difícil no simpatizar con los economistas escépticos. Muchas agendas ambiciosas, narrativas novedosas y paradigmas pioneros ofrecen poco más que palabras huecas. Y cuando en realidad surge un nuevo paradigma, fácilmente puede volverse rígido, un repositorio de los clichés de ayer en lugar de las respuestas de mañana.
Sin embargo, si se los maneja con cuidado, los paradigmas económicos efectivamente pueden desempeñar un papel importante. El clásico en este campo es Thomas Kuhn, quien definió los paradigmas como “logros científicos reconocidos universalmente que durante un tiempo proporcionan problemas y soluciones modelo para el uso en una comunidad de profesionales”.
Como el mundo es complejo, necesitamos pistas para comprender hasta sus aspectos aparentemente más simples. ¿Por qué algunas personas son pobres? Pensemos en la productividad, responde el paradigma económico convencional (neoclásico).
Incorrecto, contradice el paradigma económico marxista. Para entender por qué algunas personas son pobres, hay que pensar en la explotación. Cuando el paradigma nos ha indicado dónde investigar, es posible empezar entonces a reunir pruebas e identificar vínculos causales.
Los paradigmas también ahorran tiempo y esfuerzo al señalar las políticas que nunca funcionan. Una vez que se acepta el paradigma de un mercado de dinero en el que la demanda es igual a la oferta, es difícil no llegar a la conclusión de que financiar grandes déficits fiscales imprimiendo billetes, a la larga provocará problemas. Las personas que no desean tener ese dinero en sus bolsillos tratarán de deshacerse de él adquiriendo bienes, lo que a su vez aumentará el precio de dichos bienes y causará inflación.
Los paradigmas útiles no tienen que ver con políticas sino con principios. Las políticas buenas dependen de las circunstancias. Un conjunto de principios, organizados en torno a un paradigma, ayuda a las autoridades a buscar las mejores respuestas para sus países, dada la historia única de cada cual. Este enfoque produce lo opuesto de una fórmula de aplicación universal.
La asesoría útil en materia de políticas se expresa en proposiciones condicionales: "si estas son tus circunstancias, haz tal cosa; si no, haz tal otra". Un paradigma que aboga, por ejemplo, por una renta básica universal para todos los países, grandes y pequeños, ricos y pobres, no es un paradigma sino una obsesión o, peor aún, una estratagema para engañar a los ingenuos.
Pero quizás el papel más importante de los paradigmas es tan político como cognitivo. Los paradigmas dan origen a narrativas o relatos que organizan la infinita cantidad de datos diseminados por el mundo para llegar a algo que podemos comprender.
Hace mucho que los psicólogos sostienen que los seres humanos estamos programados para procesar información a través de las narrativas. Estas no dependen solo de la evidencia; por el contrario, son una combinación impredecible de lógica, datos e imaginación. Por eso las narrativas pueden abordar las grandes preguntas de la economía política –el crecimiento y la prosperidad, la igualdad y la justicia– y no solo cuestiones anecdóticas, como por ejemplo si un microcrédito o un mosquitero mejorará la situación de una persona. Y son esas grandes cuestiones de la política las que encienden pasiones y movilizan a la gente.
En las democracias, los líderes deben convencer a los votantes acerca de la ventaja de una política determinada. Pero los electores no suelen interesarse en las presunciones teóricas o las pruebas empíricas que sustentan a dicha política, sino que desean saber cuáles son las grandes ideas y los valores que ella personifica.
Otra cosa que nos enseñan los psicólogos es que los seres humanos somos moralistas por naturaleza. Los votantes a menudo preguntan a los candidatos: ¿Es justa la política que usted propone? ¿Nos proporciona a mí y a mi familia oportunidades equitativas? ¿Nos otorga mayores libertades? Estas son interrogantes que no puede contestar la economía libre de paradigmas que se enfoca en lo que funciona.
En materia de llamados a la acción, la consigna “hacer extensas pruebas, reunir suficiente evidencia, y luego proceder de manera gradual”, no es particularmente atractiva. Este es un problema para los reformistas que se toman demasiado en serio el llamado a demostrar empíricamente todo lo que proponen. Quienes proceden así parecen contentarse con la efectividad, en contraste con las filosofías que buscan la grandeza. El cristianismo promete la salvación eterna. El marxismo ofrece una sociedad sin clases. Los populistas dicen garantizar una nación libre de la influencia de las elites egoístas y de los malvados extranjeros. La conclusión es inevitable: para tener éxito en la política y en la formulación de políticas, hay que adoptar un paradigma. Si eso es lo que vas a hacer, asegúrate de que sea bueno.
*Artículo publicado originalmente por Project Syndicate