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Nicaragua, el absolutismo del siglo XXI

El absolutismo nos lleva a la era de las cavernas, en que las personas carecían de derechos, eran siervos propiedad de monarcas despóticos

Caricatura reforma constitucional

Silvio Prado

11 de enero 2025

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Cuando a partir del 13 enero la Asamblea Nacional refrende en segunda lectura las reformas electorales se hará el harakiri como poder independiente del Estado republicano fundado hace dos siglos, y se estará dando paso al absolutismo, un régimen político que murió en Paris en 1789. Nicaragua, que ha conocido de casi todo en política, tendrá el dudoso honor de retroceder hacia aquellos tiempos. Si aceptamos que a partir de 2025 la población vivirá bajo el absolutismo, conviene aclarar de qué se trata cuando se habla del mismo, una forma de ejercicio del poder que se conoció en Europa entre los siglos XVI y XVIII, cuya característica principal consistía en que el monarca no rendía cuentas ante nadie, solo ante un dios cristiano.

Los autores clásicos tienen mucho cuidado en diferenciar entre tres grupos de dominación antidemocrática: tiranía, despotismo y dictadura corresponden a la antigüedad, concretamente griegos y romanos, hasta el feudalismo; absolutismo y autocracia corresponden al período que concluye con la revolución francesa en 1789; autoritarismo y totalitarismo son tipologías recientes para nombrar a los regímenes fascistas y a los estalinistas.

Después de 1945 la práctica política ha mezclado, como si de una baraja de cartas se tratara, todos estos prototipos para denominar indistintamente los regímenes que adversan el paradigma de la democracia, englobados bajo el membrete reciente de iliberales. Pero ante los tiempos que corren conviene nombrar adecuadamente el mal que padecemos para poder enfrentarlo.

Para no abundar, veamos el caso del totalitarismo, el más referido desde que se conociera el anteproyecto de reformas constitucionales a finales de 2024. Según los clásicos, el totalitarismo presenta al menos las características siguientes: la concentración de todo el poder en el Estado; una ideología que lo engloba todo y se vuelve la verdad oficial; un partido único dirigido por oligarcas; el control sobre los cuerpos armados del Estado; el control de todos los medios de comunicación; la disposición de la policía como instrumento del terrorismo de Estado; y la economía sometida a la planificación centralizada.


El absolutismo, como apunta Sartori, se caracteriza por un “ejercicio ilimitado del poder, discrecional y, por eso mismo, excesivo y perjudicial”. Ello procede de sus dos rasgos fundamentales: no tiene contrapoderes en frente para refrenarlo y está por encima de las leyes de las cuales a su vez se desvincula o no está obligado a cumplirlas. Pero sobre todo, el germen del absolutismo radicaba en su carácter hereditario y por ende dinástico; o sea, de sucesión familiar. En otras palabras, el absolutismo corresponde a la prepolítica, una etapa primaria respecto al totalitarismo, en la medida que sus percepciones del Estado y de la sociedad giraban en torno a la preservación del poder de la familia real. El monarca absoluto decidía sobre todos los ámbitos, no había instituciones autónomas y la sociedad estaba dividida en estamentos o niveles: nobles (entre los que estaban los militares), clero y comunes. Los privilegios estaban reservados para los dos primeros; los deberes para los últimos.

Trasladado a las reformas que serán aprobadas a partir del 13 de enero, encontramos de entrada el artículo 8: “El pueblo ejerce el poder del Estado a través de la Presidencia de la República que dirige al gobierno y coordina los órganos Legislativo, Judicial y Electoral, y de Control de la Administración Pública y Fiscalización y los Entes Autónomos”. Este artículo contiene la esencia del absolutismo antes definido: El Presidente es el jefe de todo y de todos; nadie está por encima de su figura, lo que significa que no rinde cuentas ante nadie, nadie lo controla. Si el rey absolutista decía que su poder venía de la figura etérea de un dios, el orteguismo asegura que viene de un pueblo a quien en la práctica niega los derechos que, con alardes de cinismo, dice reconocerle a partir del artículo 24.

Si el artículo 8 es el corolario del absolutismo, los que siguen a partir del 129 —donde se plasma la nueva organización del Estado— desglosan en qué consistirá la sumisión de cada organismo (no me atrevo a llamarles instituciones) al jefe supremo, encargándose de dejar claro que dentro del nuevo Estado no habrá nada que se parezca al sistema de pesos y contrapesos característico de las democracias constitucionales, en las que se busca limitar el poder político para garantizar la soberanía popular. Como ya ha sido señalado, desaparecen los poderes del Estado, desaparecen todos los espacios de autonomía y, sobre todo, desparece el pluralismo político como uno de los principios de la Constitución que antes estaba dentro del artículo 5 y que la reforma lo ha limitado al pluralismo social y cultural. En línea con lo formulado por Bodino, teorizador del absolutismo, para que cumpla esta condición, el poder debe ser ante todo indivisible.

En el nuevo diseño, el poder no estará concentrado en el Estado como pretendían los fascistas, sino en la familia Ortega Murillo, como en las familias reales del ancien régimen. Si se busca una ideología oficial, a pesar de que en el preámbulo se trate de plasmar postulados ideológicos, el nivel de verborragia es tan enrevesado y disparatado que trasluce la falta de una ideología detrás del engendro. En cuanto al partido, solo puede adivinarse la intención de proclamar el partido único, pero las purgas practicadas en 2024 evidencian que el FSLN ha dejado de existir como una organización política de representación de intereses para conquistar y preservar el poder, para convertirse en una agencia aglutinada por la corrupción, la rapiña sobre las obras públicas y el temor a las represalias de la familia gobernante. Respecto al control sobre los aparatos militar y policial, las aportaciones de ambos cuerpos, aunque actúen como instrumentos represivos, son el sostén y la protección del régimen en calidad de guardia real. Mención aparte merece el caso de la Asamblea Nacional. La obediencia ciega mostrada a la familia Ortega Murillo, ratificada con la aprobación sin debates de las reformas constitucionales, ilustran que ha pasado de ser parlamento a corte real donde se consuman los caprichos más delirantes de la matrona cogobernante, y los diputados simples cortesanos, figurantes del vodevil orteguista. 

Aunque en términos coloquiales se afirme que las reformas que se aprobarán definitivamente a partir de esta segunda semana de enero son la consolidación del totalitarismo, ocurrirá algo peor: será la involución hacia el absolutismo, a la era de las cavernas, cuando las personas, el estamento de los comunes, carecían de derechos, eran siervos propiedad de monarcas despóticos.

Sin embargo, semejante retroceso en pleno siglo XXI quizás tenga la buena noticia de que la piedra de Sísifo ha rodado lo más abajo que podía llegar; que en lo sucesivo tocará luchar sin más alternativa que el sacrificio de volver a subir al borde del cráter. En palabras de Serrat, “Bienaventurados los que están al fondo del pozo porque de allí en adelante solo cabe ir mejorando”.

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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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