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Los abrazos del silencio

Mi papá fue un adelantado a su tiempo, apenas se comercializaron las computadoras se compró una y aprendió a usarla por su cuenta

Lola Castillo

22 de junio 2019

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Retrato de mi papá, Tito Castillo

No puedo adjudicarme el título de sabio. He sido un hombre que busca, y aún lo sigo siendo; pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que comienzo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre. Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos.
Hermann Hesse


Comienzo esta reflexión sobre mi papá con el extracto del libro Demian, historia de una juventud (Hermann Hesse, 1919) porque ese fue el seudónimo que eligió durante la lucha contra la dictadura somocista, y tal como el personaje del libro, tuvo que renunciar para encontrar su destino; o, como dice Max Demian: “El que quiere nacer tiene que romper un mundo”.

Desde su infancia, mi papá, Ernesto Castillo Martínez, Tito ─como lo conocían─ fue muy diferente al resto de sus hermanos y hermanas. De los 12 hijos de mi abuela, él era el más retraído, callado, tímido, excéntrico, que quería estudiar Filosofía. Cuestionaba todo. Lleno de tormentos, se encontró con mi mamá a los 17 años y se volvieron inseparables. Creo que con ella consiguió en cierta forma tener un sentido de pertenencia, o al menos estuvo más cerca de tenerlo. Mi mamá solía decirle que ni en el cielo iba a estar a gusto.

De largos silencios, impaciente, casi nunca sonreía ─y cuando lo hacía su cara se llenaba de ternura y parecía un chavalito travieso y curioso. Algo de esa sensibilidad se percibe en las fotografías que tomó. Esa misma sensibilidad podía desembocar en furia, la que con los años se fue apaciguando.

No se puede hablar de mi papá sin hablar de mi mamá, el uno tímido y callado y la otra dicharachera; “que hablás”, le decía con frecuencia recriminándola en son de broma. Católicos fervientes tuvieron ocho hijos e hijas hasta que la salud de mi mamá se puso en peligro y cerraron la fábrica. Yo fui la última.

Mi papá estudió Derecho viajaba en moto de León a Granada, cinco años y cinco hijos después se graduó de abogado . Estudiante brillante, empezó a dar clases muy joven. La docencia, la fotografía, la justicia, los libros y mi mamá fueron sus pasiones. Su cristianismo lo llevó a involucrarse en la lucha por un país más justo. Renunció al exclusivo bufete de abogados donde laboraba y se dedicó a formar nuevos abogados y a la lucha contra la dictadura de Somoza.

Maestro de generaciones fomentaba el análisis y los cuestionamientos, más de una vez se quedó sin trabajo por su involucramiento en la política. Lo echaron preso y torturaron, tuvo que exiliarse, nunca nos contó de su tiempo en la cárcel. Solo la vez que fue con mi mamá a reclamar por la libertad de una mis hermanas apresada por el dictador Ortega, se le escuchó decir: Ahí me tuvieron a mi también, fue donde me torturaron. Después les gritó a los policías mientras apoyaba su bastón: “Viva Nicaragua libre!”.

El sentido de justicia llevó a mi papá a ser muy duro, especialmente consigo mismo, cuando lo cuestionaron por decisiones como funcionario público, se hizo responsable, él no era de capear el bulto. Hombre honesto, claro, sumamente inteligente y generoso.

Cada vez que tuve algún problema recurrí a él para escuchar su opinión porque tenía una capacidad de análisis que desmenuzaba los pormenores y ponía en perspectiva las cosas.

Mi papá me inculcó el amor a la lectura, recuerdo recurrir a él y pedirle me recomendara un libro, entrábamos a la biblioteca y se ponía a buscar. Veinte mil leguas de viaje submarino, la vuelta al mundo en 80 días, El corazón delator, Las aventuras de de Huckleberry Finn, El hambre, Crimen y Castigo. Mi papá me llevó de la mano por los diferentes géneros de literatura y épocas. Empezaba el viaje con los clásicos rusos, italianos, hasta Latinoamérica.

Los libros y mi papá me enseñaron a cuestionar y fui una de las que más lo cuestionó a él también. Me le planté y fue duro para ambos hasta que con el tiempo entendió que la única manera para que yo fuera feliz era aceptarme y quererme, aún si iba en contra de las convenciones sociales. Desde el dolor y el desencuentro nos levantamos entendiendo que lo más importante es el amor y ser fiel a uno mismo. Siempre nos alentó a tomar nuestras propias decisiones.

Aunque no sonriera a menudo, le gustaba bromear. Agudo, incisivo se burlaba de todos y de todo, como cuando su nuera llegó contándole que había saludado al Cardenal y éste le había ofrecido la mano para que le besara el anillo. Mi papá le dijo: Le hubieras pegado un mordisco. Viviendo en el exilio escondidos se le ocurrió poner un rótulo en la entrada de la quinta en la que vivíamos en grandes letras: Aquí es.

En uno de mis viajes a Nicaragua me contó que sentado en el parque frente a su casa escuchó a un muchacho decir que vivía por ahí, “cerca de la casa de los viejitos” y él se quedó intrigado pensando en que no había visto a nadie de la tercera edad por esa calle, hasta que cayó en la cuenta ¡que hablaban de él y mi mamá!

Es que él siempre fue joven, a pesar del desgaste de su cuerpo. La vejez lo afligía, se resistía al paso de los años: Estoy hecho mierda, decía, pero eso no impidió que estuviera pendiente de todos y cada uno de sus hijos, hijas, nietas, nietos y bisnietos.

Siempre que hablamos por teléfono me decía que no me preocupara, que estaban bien, que a nada iba, si viajaba a Nicaragua, que la situación estaba horrible y no se podía salir a ningún lado. Me preguntaba cómo estaba yo y mi familia, y que cualquier problema le avisara, que no pasara dificultades. Mis hermanas y yo coincidimos en que nos sentimos protegidas por él. Era un refugio. Cada vez que yo entraba a su casa mi saludo era: ¿Dónde está mi papá? Su sola presencia me hacía sentir a salvo.

Todas las mañanas le llegaba el periódico a la casa, si no, lo mandaba a comprar. Estaba al tanto de lo que pasaba, tan así, que cuando lo llevaban en la ambulancia al hospital les iba a diciendo a los camilleros que el periodista Miguel Mora era valiente y que iba a aguantar la cárcel. Esta chochada no puede durar, decía.

Cuánta falta nos hace verlo sentado en su sillón, haciéndole muecas a los bisnietos, bromeando.

Ernesto Castillo no tuvo una vida ordinaria, nada más lejos de eso: fue profesor, librero, ministro de Justicia, Director del Consejo Nacional de Universidades, embajador ante la Unión Soviética y concurrente en Mongolia y Afganistán; abogado, fotógrafo, escritor, analista político, pero sobre todo fue mi papá.

Su herencia la dejó en una carta fechada en octubre de 1977. En ella expresa que no nos deja ninguna recomendación sobre lo económico pues son otros los valores que nos han querido inculcar. Y añade: “Yo tengo la absoluta certeza de que todos ustedes saben comprender la decisión que la Cuta (mi madre) y yo hemos tomado y también estoy seguro de que sabrán comprender que quiero ser consecuente con mis ideas y que con todas mis limitaciones he tratado de entregarme para que ustedes puedan vivir en una patria libre”.

Mi papá fue un adelantado a su tiempo, apenas se comercializaron las computadoras se compró una y aprendió a usarla por su cuenta. La última vez que lo vi encenderla fue para ponerme el audio del poema de José Coronel Urtecho No volverá el pasado. Lo escuchamos en silencio, él con una tristeza honda como mirándose hacia dentro:

Ya todo es de otro modo

Todo de otra manera

Ni siquiera lo que era es ya como era

Ya nada de lo que es será lo que era

Ya es otra cosa todo

Es otra era

Es el comienzo de una nueva era

Es el principio de una nueva historia

La vieja historia se acabó, ya no puede volver

Esta, ya es otra historia

“¿Verdad que es bellísimo?” me dijo, y volvimos a quedarnos en silencio.

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Lola Castillo

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