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La limpieza étnica en Nicaragua

La limpieza étnica solo beneficia al clan Ortega y su proyecto dinástico, a la familia que se ha convertido en el eje de acumulación del poder político

Caricatura PxMolina

Silvio Prado

4 de abril 2023

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Desde que se acuñara en la guerra de los Balcanes a lo largo de los 90, el término de limpieza étnica ha ido experimentando ampliaciones para dar cabida a fenómenos vecinos en los que no necesariamente entra en juego la depuración de un grupo étnico en detrimento de otro considerado enemigo o de menor categoría. Así se ha incluido a conflictos de supresión social también por razones económicas, políticas e ideológicas. La represión de la dictadura orteguista, según los patrones recientemente denunciados en el informe del Grupo de Expertos de Derechos Humanos sobre Nicaragua (GHREN), es parangonable con los casos de aniquilación social practicados en otros conflictos. La violación masiva y sistemática de todos los derechos humanos posibles demuestra una profunda voluntad de exterminio de las personas que el régimen orteguista considera el enemigo.

Entre quienes ampliaron los márgenes del término se encuentra el antropólogo mexicano Rodolfo Stavenhagen, para quien limpieza étnica consiste en “la expulsión de un territorio de una población 'indeseable', basada en la discriminación religiosa, política o étnica; o a partir de la consideración de orden ideológico o estratégico; o bien por una combinación de estos elementos”.


Aplicada a la crisis nicaragüense esta definición permite confirmar que lo que empezó como una protesta contra las reformas de austeridad, y que desembocara en un típico conflicto por la reproducción social, ha escalado a tal grado que no cabe duda de que nos encontremos ante la puesta en marcha de una política de supresión de una parte importante de la población nicaragüense por todas las vías posibles, incluido el asesinato, por razones ideológicas. A esto Stavenhagen lo llama llanamente politicidio, cuando se persigue exterminar todos los vestigios de ideas y personas que desafían el poder opresor.

La impunidad en que siguen los asesinatos, las heridas por arma de fuego y las torturas transmite por sí misma el mensaje de la condición de prescindible en que se encuentran todas las personas a quienes la dictadura considere o pudiese considerar indeseables, por no plegarse al credo oficial. Sin derechos ni instituciones de amparo, ser prescindible bajo una dictadura equivale a ser sujeto descartable, a quien se puede eliminar, empujar al exilio o desterrar sin mayores consecuencias. De esta condición no escapa nadie, ni siquiera los que callando secundasen por omisión los actos represivos, ni los que sumándose a las filas paramilitares disparasen contra las protestas. Es la impunidad como medida de la discriminación.

Pero si se quisiese seguir la huella del etnocidio no hay más que ir a las campañas intermitentes contra los pueblos originarios de la Costa Caribe. Con un propósito más económico que cultural, desde su retorno al poder Ortega ha patrocinado la expansión de colonos armados que han perpetrado repetidas masacres en contra de los habitantes del Caribe con el objetivo de apropiarse de sus tierras y bosques. En aquellos lugares remotos tuvo lugar el ensayo de la depuración que a mayor escala la dictadura practicaría más tarde en contra de cuantos se opusieran a sus planes. Es la expulsión del territorio para hacer espacio a la explotación sin barreras.

El exilio forzoso ha sido la mayor operación de limpieza étnica (y política) emprendida por cualquiera de las dictaduras que ha padecido Nicaragua en tiempos de paz. Según distintas fuentes, desde 2018 entre 250 000 y 300 000 nicaragüenses se han visto obligados a marchar al exilio huyendo de la represión orteguista. El equivalente al 5% de la población no ha salido del país por una repentina afición al turismo. Se fueron al extranjero empujados por las acciones represivas del régimen, por el acoso policial, por las presiones de los paramilitares, por el bloqueo de la burocracia y por todas las formas de coerción desplegadas para hacerles la vida imposible a quienes de antemano la propagada había calificado de descartables, de no-personas que no merecían vivir en la tierra donde habían echado raíces. Es el exilio como desplazamiento para la depuración nacional.

Al igual que otras limpiezas étnicas, la orteguista también ha incluido la segregación por razones religiosas. En su particular cruzada contra la Iglesia católica el régimen no se ha guardado ninguna de sus armas: ha quemado una de las imágenes más veneradas del país, ocupado la catedral principal con sus fanáticos, metido en la cárcel a sacerdotes y un obispo, y por último ha prohibido las procesiones y los viacrucis en vísperas de la Semana Santa. Alguien ha dicho que Ortega, como Enrique VIII, pretende crear una Iglesia a cuya cabeza se coloque a sí mismo, y tal vez no vaya descaminado. Es la discriminación religiosa como huella de la liquidación cultural.

Pero si en algo queda la relación entre voluntad de exterminio y política de limpieza étnica es en el destierro dictado en contra de los presos de conciencia. Era una medida que se venía practicando en silencio sobre personas a quienes no se permitía regresar al país, o en contra de los músicos que osaron cantar a las protestas de 2018. Echar de su propio país de forma masiva a “indeseables” por razones políticas es una medida inscrita en el manual de los tiranos. Es la expulsión como herramienta de la limpieza étnica.

El complemento de lo anterior ha sido el despojo de la nacionalidad y de sus bienes a los considerados indeseables, impuros y traidores. De espaldas a las leyes nacionales e internacionales, la tiranía bajó el pulgar para que sus esbirros ejecutaran la orden de anular, aniquilar, exterminar a esa mala gente que quitaba el sueño al patriarca otoñal. Pero tampoco paró allí. Desbordado por su propia rabia, ya que no podía eliminarnos físicamente, ordenó la muerte civil: el borrado del registro civil, borrarlos del mapa como si de esa manera pudiese borrarlos de la memoria colectiva. Es la supresión desde la raíz para no dejar ningún vestigio de la vida de esas personas. Es la limpieza étnica llevada al paroxismo, el delirio desatado de los dictadores de borrar de la vida pasada, presente y futura a sus enemigos; convertirlos por fin en no-personas.

¿A quién beneficia esta limpieza étnica ejecutada en Nicaragua? A diferencia de lo ocurrido en otros conflictos no hay un grupo étnico interesado en aniquilar a oponentes. ¿Entonces a quién? ¿Beneficia a los miembros del FSLN, muchos de los cuales tienen parientes perjudicados por las purgas? ¿Tal vez a los paramilitares que, como ya se vio entre los desterrados, también son material descartable? ¿Acaso a los funcionarios públicos, piezas del engranaje represivo y a la vez presas del miedo? Para decirlo en términos antropológicos, la limpieza étnica solo beneficia al clan Ortega y a su proyecto dinástico, a la familia que se ha convertido en el eje de acumulación del poder político y de la riqueza. Ni al partido que ya no existe, ni al Estado que tampoco; solo la familia Ortega será la receptora de la gran depuración nacional, de que desparezcan las voces críticas y las personas que amenazan su supervivencia.

La familia Ortega es la entidad que teme a todo, al cambio social y a las procesiones, a las letras libres y a la oración intramuros. Pero quienes temen a los viacrucis convertirán sus vidas en un calvario.


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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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