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El terrorismo y los talibanes

Las dos décadas de “Guerra contra el terrorismo” de los Estados Unidos son el mayor desastre estratégico de la historia moderna de este país

Combatientes talibanes fuertemente armados patrullan en las calles de la ciudad afgana de Kandahar. Foto: Efe

Fawaz A. Gerges

19 de agosto 2021

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Al retirar apresuradamente las tropas estadounidenses desplegadas en Afganistán, el presidente estadounidense Joe Biden ha cometido un grave error, o así lo plantean muchos. Por ejemplo, el líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, ha calificado la rápida toma del país por parte de los talibanes como “una secuela aún peor que la humillante caída de Saigón en 1975”. Una secuela que altos generales estadounidenses, políticos conservadores e incluso algunos liberales predicen que se caracterizará por el resurgimiento del terrorismo internacional.

La predicción es clara. Como el grupo islamista militante que es, el movimiento talibán inevitablemente proporcionará a Al-Qaeda –y potencialmente a otros grupos extremistas, como Estado Islámico (ISIS)— un santuario para reclutar, entrenar y planificar ataques contra los países de Occidente. McConnell advierte que el mes próximo Al-Qaeda y los talibanes celebrarán el aniversario 20 de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, “quemando la embajada estadounidense en Kabul”.


Pero hay un defecto en esta apreciación: supone que no hay mucha diferencia entre los talibanes y Al-Qaeda. En realidad, si bien ambos grupos comparten una visión de mundo y una ideología religiosa similares, tienen objetivos muy diferentes.

Los talibanes apuntan a establecer una teocracia, o Emirato Islámico, en Afganistán, pero no han indicado ambición alguna de expandirse más allá de las fronteras del país. En contraste, Al-Qaeda no tiene identidad nacional ni reconoce fronteras. Es un movimiento transfronterizo, con ramas en varios países del planeta, que busca propagar su ideología por cualquier medio, incluida la violencia.

Sin embargo, es necesario hacer notar que Al-Qaeda es una sombra de lo que fue. Los incesantes ataques estadounidenses redujeron sustancialmente su capacidad de montar ataques de peso contra objetivos occidentales desde Afganistán o Pakistán. Hoy carece de las capacidades operacionales necesarias. Mientras tanto, el yihadismo internacional ha hecho metástasis mucho más allá de Afganistán, por todo Oriente Próximo y alcanzando incluso el continente africano y el sudeste asiático.

Se podría aducir que, con el santuario de los talibanes, Al-Qaeda estaría en condiciones de reconstruirse en Afganistán. Esta posibilidad, y la amenaza que representa para Occidente, no se debería descartar. Pero, por ahora, el grupo carece del liderazgo carismático y los cuadros entrenados que necesita para recuperar y reforzar sus filas. Ni siquiera está claro si Ayman al-Zawahiri, el actual (y divisivo) líder de Al-Qaeda sigue vivo.

Lo más importante es que resulta improbable que los talibanes permitan que Al-Qaeda establezca nuevas bases en el país en lo inmediato. En las conversaciones de febrero pasado con la Administración del entonces presidente Donald Trump en Doha, lo prometieron así, declarando que no permitirían que Al-Qaeda u otros grupos militantes operen en áreas controladas por ellos.

No era mero apaciguamiento. Los talibanes describieron un curso de acción que iba –y sigue yendo- en su propio interés. A lo largo del año pasado, han impulsado una “ofensiva de seducción” diplomática, conversando con sus más acérrimos enemigos, incluidos los estadounidenses, los rusos y los iraníes. Desean cimentar su control de Afganistán y obtener reconocimiento y legitimidad internacional.

Ser anfitriones de Al-Qaeda no ayudaría a lograrlo. Por el contrario, fueron los ataques de Al-Qaeda a EE. UU. el 11 de septiembre de 2001 lo que envió a los talibanes al exilio en primer lugar. Puede que hayan recuperado el poder, pero les tomó 20 años y no desean poner eso en riesgo.

Con esto no quiero decir que no hay nada de qué preocuparse. Si bien la notable victoria militar de los talibanes implica disciplina y coherencia, el movimiento no es políticamente monolítico. Más bien contiene facciones y clanes en disputa, por lo que siempre existe el riesgo de que algunos de sus elementos se vinculen con Al-Qaeda y otros grupos radicales de Pakistán.

Hay un precedente para esto. A fines de la década de 1990, la mayoría del consejo consultivo talibán (su ente ejecutivo) votó por expulsar de Afganistán a Al-Qaeda y a su líder de ese entonces, Osama Bin Laden, en respuesta a la presión internacional. Sin embargo, el jefe del movimiento, el Mulá Omar, decidió permitir que Bin Laden se quedara, a condición de que desistiera de lanzar ataques desde territorio afgano. Como el mundo vio con claridad el 11/9, el artero saudita hizo que su anfitrión afgano quedara como un necio.

Así, si bien es improbable que los talibanes reciban a Al-Qaeda con los brazos abiertos, este grupo sí tiene alguna posibilidad de beneficiarse con el regreso de ellos al poder. No se puede decir lo mismo de ISIS, al que los talibanes se oponen fieramente. De hecho, han librado una guerra contra ISIS en las áreas que controlan, para neutralizar cualquier amenaza potencial a su dominio del país.

El mundo no debería pasar por alto el riesgo de que Afganistán se convierta en un caldo de cultivo para el terrorismo internacional. Pero tampoco debiera obsesionarse tanto por esto –que es mucho menos probable que lo que muchos parecen creer— como para negar la catástrofe humanitaria que se ha desencadenado ante sus narices. Las imágenes de afganos desesperados que piden a gritos aviones que los saquen de Kabul y las historias de mujeres obligadas a dejar sus trabajos –o cosas peores- por luchadores talibanes dejaron bien en claro que Estados Unidos y sus aliados han abandonado al pueblo de Afganistán, dejándolo a merced de un movimiento represivo y brutal.

Las dos décadas de “Guerra contra el terrorismo” de los Estados Unidos son el mayor desastre estratégico de la historia moderna de este país. Nunca se debió haber librado. Y mientras EE. UU. decide reducir sus pérdidas, los afganos seguirán pagando un precio cada vez mayor por ello.


*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

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