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El peor Mundial de la historia

Después de la pandemia muchos estamos ávidos de espectáculos como una copa mundial. ¿Pero en Catar?

La afición iraní protesta por la mujer. EFE/EPA/Neil Hall

Carlos Dada

22 de noviembre 2022

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Entre la pila de frases que Diego Maradona dejó durante décadas de intercambios con periodistas y con seguidores, probablemente la más famosa fue la que dijo en su partido de despedida en la Bombonera: "Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha".

Sus adicciones impedían ponerlo de ejemplo de muchas cosas. Salvo, por supuesto, como uno de los más grandes virtuosos del juego. Eso, y haberse enfrentado en una batalla casi obsesiva contra la FIFA. Como jugador, Maradona había experimentado desde adentro lo que  sospechábamos los de afuera y que hoy hemos confirmado: la FIFA, especialmente desde la presidencia del suizo Sepp Blatter y del exjugador francés Michel Platini al frente de la Uefa, se convirtió en una mafia que mueve miles de millones de dólares alrededor de la pelotita, capaz de cualquier cosa con tal de multiplicar su dinero. De cualquier cosa: incluso de asignar el Mundial a un emirato sin tradición futbolística, con un terrible récord de violaciones a los derechos humanos, en el que todos viven sujetos a los caprichos y a la voluntad de la tribu que controla el país y que ha concentrado una de las mayores fortunas del mundo gracias al petróleo. Catar.


Se calcula que unos seis mil quinientos trabajadores murieron bajo las durísimas condiciones en que trabajaron en la construcción de los flamantes estadios que recibirán a las estrellas del fútbol mundial. Hoy la pelota aparece manchada en sangre en las portadas de revistas y periódicos. Y esto es un dilema serio para quienes esperamos cada cuatro años esta fiesta pero sin que ello signifique cumplir lo que la FIFA pretende: lavarle la cara a los cataríes. Infantini, el sucesor de Blatter, ha pedido que nos concentremos en el fútbol, y qué más quisiéramos todos los aficionados, pero nos lo impide justamente su decisión de hacer el mundial en Catar.

Hay boicots de anunciantes y denuncias de varias selecciones; y debido a todo ello parece hoy haber menos entusiasmo por la copa de fútbol que el vivido en mundiales anteriores. Esto parecía imposible, puesto que la humanidad viene saliendo de una larguísima pandemia que nos tiene a muchos ávidos de espectáculos como una copa mundial. ¿Pero en Catar? ¿Es posible imaginar un clímax futbolístico en una cancha por estrenar en un país que parece tan ajeno al fútbol como a los bikinis?

Allí, en ese escenario ya manchado, los argentinos sueñan con que Messi se corone por fin el rey del mundo y los franceses con elevar a Mbappé a los altares reservados para las leyendas y los brasileños con ver a la canarinha campeona después de dos décadas y de Bolsonaro. Allí, en Catar, el más indigno de los escenarios que el fútbol ha visto. Y eso que tuvimos un Mundial en la Argentina de las dictaduras militares.

Messi merecía más que esto para su último mundial. También Mbappé. De Neymar no lo sé, bailado lo bailado en la campaña brasileira. Pero qué triste será ver a uno de estos levantar la copa en Doha, de las manos de alguno de los homófobos, xenófobos, misóginos y multimillonarios miembros de la casa del emir, sonriente junto al presidente de la FIFA, emérito residente de la ciudad desde hace meses. Catar no ha comenzado y es ya el peor mundial de la historia, incluso para quienes ansiamos ver en la cancha un espectáculo deportivo que contraste con el estercolero que lo llevó hasta allá.

Catar es la excepción a la regla Maradona: la pelotita sí se mancha. Se ha manchado antes de rodar. Pero queda consuelo: de tantos millones gastados para lavarse la cara, las inmundicias de Catar han quedado expuestas hoy ante el mundo entero. La publicidad les ha jugado al revés.

*Este artículo se publicó originalmente en El Faro, de El Salvador.

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Carlos Dada

Carlos Dada

Periodista fundador de El Faro, de El Salvador, y maestro de la Fundación Gabo. Es premio Maria Moors Cabot por la Universidad de Columbia, Stanford Knight Fellow y becario Cullman de la Biblioteca Pública de Nueva York.

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