Durante décadas, América Latina ha transitado un camino lleno de heridas, golpes de Estado, dictaduras militares y guerras internas. Fue un proceso traumático que obligó a las sociedades de la región a redefinir la relación entre el poder civil y las Fuerzas Armadas. Yo mismo siendo muy joven, me involucré en los años 90, desde la academia y como practicante en la vigilancia y el análisis del proceso de profesionalización de las fuerzas armadas de Nicaragua, ahora nuevamente subordinadas completamente al dictador Daniel Ortega.
Con contadas excepciones, la mayoría de los países del hemisferio lograron establecer, al menos formalmente, el principio de que las fuerzas armadas no deben ser actores políticos, ni partidarios, ni instrumentos de propaganda o manipulación ideológica. Ese principio -el control civil sobre el poder militar- no surgió en un vacío: fue una herencia del modelo institucional de los Estados Unidos, país que durante gran parte del siglo XX proyectó como parte del ideal democrático la subordinación de los militares a la autoridad civil electa y su neutralidad partidaria.
Sin embargo, el 10 de junio de 2025 y durante una visita del presidente Donald Trump a la base militar de Fort Bragg -Carolina del Norte, lo que debía ser una celebración para honrar el 250 aniversario del Ejército de Estados Unidos, devino en un acto con fuerte tono político y partidista. Lo que allí ocurrió, soldados uniformados vitoreando ataques políticos, mercancía de campaña vendida dentro del perímetro militar y según se dice, tropas seleccionadas por su apariencia para generar “buena imagen”, podría representar una amenaza directa a la doctrina de neutralidad política del estamento militar estadounidense. Y es precisamente esa señal la que debe preocuparnos en América Latina: porque si en el país que ha sido modelo de subordinación militar al poder civil se empieza a erosionar esa línea, ¿qué podemos esperar en nuestras aún frágiles democracias?
El trauma histórico latinoamericano y el modelo estadounidense
En la historia política latinoamericana del siglo XX, los ejércitos no fueron solo defensores del territorio nacional: fueron actores políticos de primer orden. En países como Argentina, Chile, Brasil, Bolivia, Guatemala, Honduras o Perú, las fuerzas armadas intervinieron directa o indirectamente en la política, derrocando gobiernos civiles, administrando regímenes autoritarios y convirtiéndose en guardianes de determinados proyectos ideológicos, frecuentemente anticomunistas o conservadores. El costo de esa militarización de la política fue altísimo: represión, desapariciones, censura, criminalización del disenso, y un debilitamiento estructural de los partidos y las instituciones civiles.
A partir de los años 80 y 90, con la oleada democratizadora, los países latinoamericanos emprendieron un difícil y complejo camino para separar a las fuerzas armadas de la política.
En muchos casos como Chile, Argentina o Nicaragua bajo el liderazgo de difunta ex presidenta Violeta Barrios de Chamorro, este proceso estuvo acompañado de reformas constitucionales, reestructuración de ministerios de defensa, profesionalización de los militares y sin dudas la consolidación de una doctrina en que los militares no deben opinar ni participar en eventos de naturaleza partidaria.
Una parte fundamental, sino toda de ese cambio, fue paradójicamente, la influencia normativa y doctrinaria de Estados Unidos. El principio de “civilian control of the military” (control civil de las fuerzas armadas) se promovió y enseñó en escuelas militares. También se pusieron en marcha vastos programas de cooperación y cientos de civiles fuimos capacitados en Estados Unidos en la gerencia del sector defensa y la importancia del control civil sobre los militares como un estándar democrático.
En la cultura institucional del sector defensa en Estados Unidos, el uniforme no puede ni debe mezclarse con la política, un mando del ejército no puede participar en actos políticos ni mucho menos aplaudir o vitorear a un candidato desde la línea de mando.
Fort Bragg: ¿la ruptura del modelo?
Lo que ocurrió en Fort Bragg con la visita del presidente Trump fue una peligrosa señal para romper con esa norma. Lo que se supone debía ser una visita conmemorativa a las tropas, se convirtió en un acto deliberadamente político. Hubo insultos a rivales políticos, abucheos dirigidos por el orador que fueron festejados por soldados uniformados y venta de mercancía partidaria dentro de un espacio federal controlado por el Departamento de Defensa.
Más preocupante aún, hubo reportes de qué se seleccionó a los soldados presentes por su “buena presencia”, se habría excluido a quienes no encajaban estéticamente y se ofreció la posibilidad de ausentarse a quienes pudieran sentirse incómodos por el carácter partidista del evento. Lo sucedido en el Fuerte Bragg fue simplemente una manipulación de la imagen del ejército para proyectar lealtad ideológica, un hecho sin precedentes en la historia contemporánea de Estados Unidos,
Éste tipo de eventos no sólo vulneran los reglamentos internos del pentágono y las normas éticas de servicio militar, sino que erosionan uno de los pilares de la democracia norteamericana: la idea que los militares sirven a la Constitución y no a un líder político.
América Latina debe observar y aprender
Para los países de América Latina, esto debe ser una advertencia. En nuestras sociedades hay situaciones tensas y delicadas entre autoritarios y las Fuerzas Armadas. En Nicaragua, el ejército está subordinado partidariamente a una de las dictaduras más sanguinarias de las Américas, en El Salvador el ejército cada vez es más leal a un gobierno profundamente autoritario y que no rinde cuentas, y en Honduras, el jefe del estado mayor alimenta la percepción que es un aliado político del gobierno del partido Libre.
Si la cultura política de Estados Unidos empieza a tolerar —o incluso a fomentar— la politización de sus fuerzas armadas, esa tendencia podría dar argumentos y excusas a quienes en la región quieren devolver a los militares un rol político. El autoritarismo es contagioso, y su legitimación en el “norte” puede generar una ola de imitadores en el “sur”.
Además, muchas de nuestras fuerzas armadas, todavía mantienen relaciones de entrenamiento, cooperación y asistencia con el pentágono. Si los ejércitos comienzan a recibir señales ambiguas desde Washington, el riesgo de retroceso doctrinario es real.
América Latina ha luchado durante décadas por sacar a los militares de la política. Fue un proceso imperfecto, incompleto, pero necesario. Hoy vemos con preocupación que en el país que promovió y defendió ese principio, se están cruzando líneas peligrosas. No podemos darnos el lujo de que esas señales sean ignoradas. La neutralidad de las fuerzas armadas no es un detalle institucional: es una condición indispensable para cualquier democracia que quiera sobrevivir.
América Latina ha luchado durante décadas por sacar a los militares del centro de la política. Fue un proceso imperfecto, aún incompleto, pero necesario. Hoy vemos con preocupación, que el país que promovió defender ese principio está cruzando líneas peligrosas. No podemos darnos el lujo de ignorar esta señales. La neutralidad de la fuerzas armadas no es un detalle institucional: es una condición indispensable para cualquier democracia que quiera sobrevivir. Que no sea desde Estados Unidos, donde empecemos a desaprender lo que tanto nos costó aprender.