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El metaverso del autoritarismo latinoamericano

Con los matices que sin duda existen entre los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba, un hilo conductor entre ellos es la mentira

De izq. a der.: Daniel Ortega, Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel, dictadores de Nicaragua, Venezuela y Cuba, respectivamente. Foto: EFE

Andrés Cañizález

13 de abril 2024

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En los regímenes democráticos o semidemocráticos, la existencia de otros poderes públicos, principalmente el Legislativo, hace posible que haya una tribuna para desenmascarar la mentira oficial. Hay que sumar la existencia de medios de comunicación independientes, un potente altavoz para interpelar al poder, y el rol de las redes sociales en el caso de una ciudadanía sin temor de criticar a sus Gobiernos.

No se trata de una visión romántica: quienes gobiernan en democracia también mienten, pero existen maneras efectivas de contraponerse a la mentira, y dado que cada tanto partidos y líderes deben someterse a elecciones periódicas, las fake news de las gestiones de gobierno pueden ser sometidas a escrutinio.


Las dictaduras, en cambio, construyen una suerte de metaverso, un mundo paralelo a partir de sus narrativas, imágenes y simbologías. En la medida en que estamos ante un proyecto esencialmente político de control social, lo podemos catalogar de posverdad y transcurre tanto en la dimensión virtual de las comunicaciones (redes sociales, plataformas web, mensajería instantánea) como en la dimensión convencional (principalmente radio y televisión). La posverdad comienza al denominar como democracia a tales regímenes: ninguna dictadura dice la verdad sobre su esencia. Gobiernos sin logros se presentan como adalides de los pobres, de la paz y de la inclusión, mientras violan derechos humanos y se atornillan en el poder sin permitir la alternabilidad política.

En décadas anteriores, las dictaduras que se entronizaban con golpes de Estado elaboraban una narrativa justificadora de su asalto al poder. En la actualidad presenciamos la consolidación de un autoritarismo con agresiones a la democracia desde el Estado, por parte de Gobiernos que se hicieron tales gracias a elecciones y, en consecuencia, requieren de una justificación.

Estos autoritarismos en América Latina aprenden de la dictadura más longeva de Occidente, el castrismo en Cuba. Con los matices que sin duda existen entre los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba, un hilo conductor entre ellos es la mentira, lo fake y la desinformación: en resumen, la posverdad. No se trata de una estrategia circunstancial o momentánea, está consignada en viejos manuales de propaganda, aunque se actualiza de acuerdo a las innovaciones tecnológicas. Consiste en el bombardeo de mentiras y de desinformación a través de las redes sociales y los medios de comunicación estatales, el cierre o cooptación de medios independientes y la persecución a periodistas críticos.

Así, quienes detentan y aspiran a perpetuarse en el poder apuestan a envolver a la población real, a la de carne y hueso que padece la falta de libertades y las privaciones, en una visión distorsionada de la realidad. De este modo, se van dinamitando el pluralismo y las instituciones en nombre de la lucha contra el imperialismo, el neoliberalismo y el fascismo. Se reactualiza el discurso prorrevolucionario de hace más de medio siglo con los medios que ofrece el universo digital.

Hemos visto ejemplos paradigmáticos de esto recientemente en Cuba; así se vivió en Venezuela en el punto más agudo de la crisis humanitaria compleja entre 2016 y 2018, o durante la represión sandinista contra la juventud de Nicaragua en 2018. Estamos ante prácticas cotidianas desde el poder que no solo buscan ocultar la verdad, sino que apuestan a distorsionar la realidad, con la finalidad de manipular creencias y emociones.

El caso de Cuba

El carácter situacional de las respuestas autoritarias es también sintomático del modelo. En el caso de Cuba, las primeras protestas callejeras masivas que se registraron en julio de 2021 fueron sencillamente obviadas, no existieron en las redes sociales oficiales ni tampoco en los medios de comunicación estatales, pero sí en Facebook, la red más usada en la isla. , que de por sí tiene limitaciones de cobertura y velocidad inexistentes en otros países de la región.

En marzo de 2024, la puesta en escena oficial reconoció que habían ocurrido protestas; además, aprovechó para señalar a Estados Unidos (culpable habitual en el metaverso del castrismo). Sin embargo, no mostró imágenes de las protestas callejeras, especialmente en el oriente de la isla. De nuevo, se optó por suspender el servicio de internet como en 2021: las redes sociales son un peligro para la narrativa oficial que se resume en que Estados Unidos está detrás de las protestas, especialmente la población de origen cubano radicada en Florida. Mientras, en las cuentas oficiales de la red X se reposteaban citas de Fidel Castro.

La organización no gubernamental Artículo 19 dio a conocer a inicios de 2024 su informe Cuba: la resistencia frente a la censura, en el que se describen patrones represivos y de ataque a la libertad de expresión. La acción oficial del régimen que encabeza Miguel Díaz-Canel se dirige a toda la ciudadanía crítica, pero tiene en periodistas y activistas prolibertad sus blancos preferidos. El año pasado se registraron 274 agresiones contra activistas y periodistas independientes. Se castigó a aquellos que difundían o registraban el descontento social, una suerte de olla de presión que el Gobierno ya no puede controlar del todo después del 11 de julio de 2021, en medio de una crisis humanitaria que se ha agudizado.

El cóctel de la represión incluye agresiones físicas y verbales, supresión del servicio de internet a periodistas y activistas, junto con el clásico arresto domiciliario y vigilancia policial. La ciudadanía en protesta sufre detenciones y represión de igual manera.

La situación en Nicaragua

En Nicaragua, el régimen que encabeza el matrimonio de Daniel Ortega y Rosario Murillo privó de la libertad y después expulsó del país a siete hombres y mujeres (entre muchos otros tantos activistas sociales y políticos) que pretendían competir electoralmente por el poder. Con la fuerza que les da el poder autoritario se allanaron el camino para reelegirse en 2021. Sin competidores, sin elecciones libres, ahora disfrutan haciéndose llamar presidente constitucional y vicepresidenta constitucional.

Es su universo fake, con los medios de comunicación al servicio del heroico relato gubernamental que mezcla a Dios con el antiimperialismo y la férrea vocación revolucionaria e independiente de Nicaragua. La ciudadanía levantisca de las redes sociales y el periodismo independiente estorban; de hecho, se aprobó en 2020 la Ley contra el Ciberdelito. En los medios se muestra una Nicaragua productiva, incluyente y fiel al legado revolucionario sandinista, con magníficas relaciones con países no democráticos como China y Belarús.

Al igual que en Cuba, no solo políticos y ciudadanos de a pie son víctimas de persecuciones: de acuerdo con la Sociedad Interamericana de Prensa, más de 200 periodistas nicaragüenses han debido salir al exilio en los últimos años y al menos una docena de medios de comunicación debieron trasladar sus operaciones a otros países. El sandinismo no solo ha sido coercitivo en términos de expresión, sino igualmente voraz en lo que se refiere a propiedades. Durante 2023, diversos periodistas, como antes intelectuales y activistas de derechos humanos, denunciaron desde el exilio que sus propiedades dentro de Nicaragua habían sido confiscadas, misma situación de escritores como Gioconda Belli y Sergio Ramírez y de figuras políticas.

También las instalaciones y equipos de medios de comunicación terminaron siendo arrebatados. Solo en el caso del histórico y emblemático diario La Prensa, se calculan pérdidas de unos diez millones de dólares. El discurso se parece al cubano y al venezolano, las personas castigadas son traidores a la patria: terroristas que atentan contra la soberanía del país y pretenden destruir su economía.

El deterioro en Venezuela

Las ocurrencias de las máquinas de mentir de las dictaduras a veces no parecen tener límites. Ha sido ampliamente documentada la existencia de crímenes de lesa humanidad en Venezuela por parte de organismos especializados. Inicialmente fueron los informes del alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU. Eran tiempos de Michelle Bachelet al frente de este órgano, y al tratarse de ella, los informes constituyeron un seísmo entre referentes de la izquierda latinoamericana. Nadie podía acusar a Bachelet, dos veces presidenta de Chile, de mentir o exagerar.

Luego vinieron los demoledores informes de la Misión de Verificación de los Hechos, también designada en Ginebra por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, y todo esto desembocó en que finalmente la Corte Penal Internacional (CPI) abriera un primer procedimiento a un país latinoamericano. Se cometieron crímenes de lesa humanidad y el rol del Tribunal de La Haya, ahora, es establecer responsabilidades individuales. Además de mentir, en Venezuela hay una máquina de apresar y torturar.

La mentira encadena al círculo de elegidos que están, usualmente por largos años, en el ejercicio del poder. Quienes acompañaron a Nicolás Maduro y el alto mando militar y policial en los años 2014 y 2017, cuando se ordenaron las represiones masivas que hoy justamente son la base para los procedimientos de la CPI, quedaron unidos a causa de las decisiones tomadas y de la negación de lo que efectivamente sucedió. Hubo torturas, violaciones de detenidos y detenidas, tratos crueles y degradantes, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y hasta muertes de detenidos. Todo esto es la verdad y, en el caso de Venezuela, la activación de los mecanismos ya mencionados ha permitido que quede constancia escrita, de carácter independiente, para contraponerse a la posverdad del chavismo.

Sin embargo, el Gobierno no se rinde en su labor propagandística. Dos organismos de seguridad son mencionados con harta frecuencia en todos estos informes de entidades internacionales: el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Aunque parezca una caricatura orwelliana, la DGCIM convocó a periodistas de varios medios de prensa, en su mayoría oficialistas, pero también a la agencia francesa AFP, para que conocieran las instalaciones de este órgano y recibieran una “información veraz”. La posverdad chavista trata de limpiar su imagen.

Este ejemplo con visos caricaturescos responde a un relato que ha marcado la evolución política de Venezuela: existe una democracia plenamente funcional que ha tratado con justicia a una oposición considerada en los mismo términos ya descritos para la cubana y la nicaragüense. Las numerosas evidencias de que esto no es cierto importan menos que una concepción totalitaria de la comunicación: las personas son manipulables y basta con que no se enteren de otras visiones del acontecer nacional para que sean incapaces de plantearse por sí mismas la verdad.

Los medios estatales y las redes sociales oficiales remachan constantemente que los graves problemas de Venezuela obedecen a la intervención extranjera y sus lacayos locales, en medio de una atmósfera de autocensura que obedece a razones contundentes: la profunda metamorfosis del ahora disminuido y controlado ecosistema mediático en Venezuela. Según el Instituto Prensa y Sociedad, durante el gobierno de Nicolás Maduro, que se inició en 2013, han salido de circulación 110 diarios. Junto a esto, Espacio Público, otra ONG especializada, reporta el cierre de más de 200 emisoras radiales, en su gran mayoría locales. Ocho fueron cerradas entre enero y febrero de este 2024 en el que Maduro pretende reelegirse. Si no fuese suficiente todo esto, se suma el bloqueo de sitios web críticos o informativos. En 2023, 80 páginas web o portales de este tipo fueron bloqueadas, de acuerdo con la reseña que lleva de esto la ONG Venezuela Sin Filtro. Por otra parte, han sido detenidos activistas de redes sociales y líderes partidistas, lo cual estimula la autocensura.

El fin último de este metaverso de las dictaduras latinoamericanas es, obviamente, preservar el status quo, pero el cumplimiento de este objetivo pasa por el control de la opinión pública con el fin de moldear el comportamiento social.

El sueño dorado de todo dictador es que el ejercicio perpetuo del poder transcurra con tranquilidad, y para ello hay que asegurarse de que la ciudadanía sea una masa callada, sin organización, flotando en un universo paralelo de heroísmo de cartón que nada tiene que ver con sus condiciones de vida.

*Artículo publicado originalmente en Letras Libres.

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Andrés Cañizález

Andrés Cañizález

Periodista y politólogo venezolano. Doctor en Ciencia Política por la Universidad Simón Bolívar, (Caracas). Investigador asociado de la Universidad Católica Andrés Bello. Fundador y director de Medianálisis.

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