3 de febrero 2017
Bhopal, India.— Todos los días, desde hace 32 años, nacen nuevas víctimas de la tragedia industrial de Union Carbide en la comunidad más pobre de Bhopal, capital del estado de Madhya Pradesh, en el centro de India. Tres generaciones han nacido con deficiencias genéticas porque sus padres recibieron un baño de gas letal la madrugada del tres de diciembre de 1984. Miles que desde entonces han bebido, cocinado o lavado ropa con el agua todavía contaminada por los deshechos tóxicos que dejó la planta en el subsuelo, tienen graves problemas de salud y no reciben ayuda médica gratuita. La noticia sobre lo que muchos consideran la peor catástrofe química de la industria ha recorrido el mundo infinidad de veces. El tres de diciembre se conmemora el Día Internacional del No Uso de Plaguicidas. Pero el daño causado no ha sido resarcido. Esta es la historia de quienes sufren las consecuencias de aquella tragedia industrial.
I. Las solitarias voces de Bhopal
El rostro de Ram Bharose lleva tatuadas las huellas del tiempo en los surcos de su piel reseca y contaminada. Habla poco, se mueve con dificultad, su sistema inmune es débil, está peligrosamente desnutrido y respira mal.
Irónicamente, solo parece revivir un poco cuando muestra la enorme cantidad de medicamentos que ingiere a diario desde hace mas de tres décadas. La bolsa que enseña —sus recetas para el mes de enero del 2017— tiene por lo menos 30 sobres de pastillas.
A sus 65 años, Ram, un creyente hindú, está ciego de un ojo y padece serios problemas pulmonares y respiratorios que le impiden trabajar como electricista, que era su oficio. Se siente engañado y manipulado. Le dijeron que la planta producía baterías para radios, no pesticidas.
“Tenía 33 años y trabajaba como electricista cuando ocurrió el desastre. Vivía, como ahora, a 500 metros de la fábrica con mi esposa y mis dos hijos. Muchos vecinos trabajaban en la planta. No sabíamos que vivíamos cerca de un lugar tóxico”, atina, con dificultad, a contar.
Pero Ram está vivo. Su esposa Mullo Bai no corrió la misma suerte.
Mullo falleció en diciembre de 2016, después de sufrir males similares a los de su cónyuge desde la madrugada del tres de diciembre de 1984, cuando olas de isocianato de metilo, una de las sustancias más tóxicas jamás creadas por el hombre, los cubrió a ellos y a miles mientras dormían, en una lluvia química que aún no cesa.
Y Ram, quien recibió en su momento unos cuántos dólares del gobierno central indio en compensación por la tragedia sufrida tras fallas técnicas producto de la falta de mantenimiento para abaratar los costos de una planta multinacional de pesticidas, parece refugiarse en la dignidad del silencio.
Hazara Bee, una musulmana de 58 años, es la típica líder veterana de barrio. Regaña al conductor del taxi que quiere cobrar demasiadas rupias a las visitantes. Es alta, articulada y organizada. Su cuerpo delgado, envuelto en un saree de colores vivos, se desplaza nervioso, pero es obvio que está cansado.
Ella tiene claro que una plática al aire libre en la calle Berasia, del barrio J.P. Nagar, escasos metros del solar que colinda con la fábrica Union Carbide —hoy un esqueleto oxidado propiedad de la estadounidense Dow Chemical donde corren aguas subterráneas contaminadas por toneladas de basura tóxica y metal pesado— sería difícil.
Propone desplazarse a la casa de Ram para conversar. Cierra la estrecha puerta para impedir la contaminación del tráfico porque la nube tóxica ya es dueña de ese espacio y de varios kilómetros más. Trae cuatro taburetes de plástico y enciende un foco de luz, que es débil, pero funciona. Ram se sienta a su lado. Es entonces cuando pasa del enojo a la tristeza, ambos sentimientos acumulados durante más de tres décadas.
“Vivo en esta zona desde hace casi 40 años. Imposible olvidar la madrugada del tres de diciembre de 1984. Mi esposo, mis dos hijos y yo estábamos dormidos cuando el gas se filtró. Escuchamos un ruido intenso como si alguien estuviese quemando chiles secos. Y luego un fortísimo hedor a quemado. No teníamos idea de qué se trataba, porque no sabíamos que producía la planta. Nos ardían los ojos y empezamos a toser. Algunos a vomitar”, explica, con el enojo de quien ha contado la historia demasiadas veces.
“Cuando salimos a buscar refugio, encontramos el cuerpo inerte de mi cuñada, de vecinos muertos por asfixia, de otros desmayados en el piso. El lugar era un cementerio. Logramos llegar donde se sentía menos gas. Ahí nos dimos cuenta que faltaba uno de nuestros hijos. Regresamos corriendo. Lo encontramos inconsciente. Su hija nació 20 años después con deficiencias motores y mentales”, dice deteniendo las lágrimas.
Así hablan Ram y Hazara, dos de miles de víctimas que sobrevivieron uno de los peores desastres ambientales de la historia, cuando la fábrica Union Carbide arrojó 40 toneladas de gas tóxico al aire, dejando un campo minado que solo parece preocupar a un grupo comprometido con investigar el alcance del desastre y proteger a los sobrevivientes.
II. El baile macabro de cifras
Como si se tratara de un sondeo político, el número de víctimas mortales del desastre, que afectó la zona norte de Bhopal —la más pobre y antigua de la ciudad— varía según la fuente consultada.
Grupos de defensores de derechos humanos, analistas y activistas estiman que entre seis mil y ocho mil fallecieron la primera semana tras el escape tóxico y al menos otras 12 mil perecieron como consecuencia directa de la catástrofe. Miles de cabezas de ganado y animales domésticos murieron de inmediato por la fuga del gas.
En su momento, la empresa multinacional Union Carbide (UCC por sus siglas en inglés) calculó solo tres mil 800 víctimas en total. Para el gobierno central de India, los muertos aquella noche sumaron cinco mil 295.
Mas tarde, el Consejo Indio de Investigación Médica fue más lejos. La circulación sanguínea de más de 520 mil personas expuestas aquella noche absorbieron el veneno, lo que provocó daños severos en el organismo de los sobrevivientes, que, hasta ahora, incluye tres generaciones.
El máximo responsable de la catástrofe, el estadounidense Warren Anderson, director de UCC, fue acusado de homicidio. Cuando el empresario llegó a Bhopal cuatro días después del accidente, estuvo preso en un hotel unas horas en espera de juicio, pero tras pagar una fianza fue puesto en libertad y viajó a Estados Unidos.
Anderson, quien falleció en 2014 a los 93 años, nunca regresó a India, donde era considerado prófugo de la justicia. Tras la tragedia de Bhopal, el ex director de UCC vivió una vida casi reclusa, con excepción de una entrevista que dio al New York Times meses después de la tragedia.
“Te despiertas en la mañana pensando si en verdad aquello ocurrió. Después te das cuenta de que sí ocurrió y que es algo que vas a tener que enfrentar por mucho tiempo”, dijo, entonces, en un tono compungido, al diario neoyorquino.
Pero la compasión de miles, como Rachna Dhingra, integrante de las organizaciones no gubernamentales Campaña Internacional por la Justicia y Grupo de Bhopal para la Información y la Acción, no está del lado de Anderson. Para ella, el estadounidense es un criminal “que mató a 20 mil personas y murió sin ser juzgado”.
“Pedimos que Dow Chemical (que compró UCC en 2001) compareciera en el juicio criminal que tenemos contra Union Carbide desde 1984, pero un tratado entre Estados Unidos e India protege a los ciudadanos que son solicitados para ser extraditados. Por eso (el gobierno indio) no hizo nada para castigar a Anderson”, explica.
La empresa llegó a un acuerdo extrajudicial con el Estado indio y pagó 470 millones de dólares por los daños. Pero fuentes diversas aseguran que el monto fue insuficiente porque el gobierno central “se quedó con una parte” y el resto apenas ha cubierto gastos médicos de algunos afectados, como Ram y Hazara.
Tanto en India como en Estados Unidos hay procesos legales en desarrollo urgiendo a Dow Chemical que pague las indemnizaciones y se encargue de la limpieza medioambiental.
Pero la multinacional insiste que como “empresa sucesora” que adquirió UCC 17 años después, no tiene responsabilidad alguna en la tragedia.
III. Un apóstol de la causa
Satinath Sarangi ("Sathyu"), director de la clínica Sambhavna, es un apóstol de la causa. Cuando llegó a Bhopal el cinco de diciembre de 1984 para apoyar a las víctimas por una semana, era candidato a doctor en ingeniería mecánica. Ahí vive desde entonces, comprometido con la tarea de aliviar los sufrimientos de los sobrevivientes de la tragedia.
El entorno del lugar del accidente en Bhopal sigue seriamente contaminado por sustancias tóxicas y metales pesados que tardarán años en evaporarse sin ayuda técnica. Los resultados de análisis de organizaciones ambientales independientes y oficiales indican que el agua subterránea que corre en la zona contiene altos niveles tóxicos, responsables por los defectos de nacimiento, las incidencias de cáncer, los problemas pulmonares y renales de los sobrevivientes.
“Muchos que tenían cinco años cuando les llovió gas tóxico en 1989, hoy mueren antes de cumplir 40. Y también estamos viendo víctimas de quienes nacieron después del desastre, expuestos en el útero de la madre”, afirma Sathyu.
Sambhavna es el único centro que desde 1996 investiga y trata los efectos a largo plazo de la tragedia bhopalí. Fundado por The Bhopal Medical Appeal, una organización británica sin fines de lucro que administra un fondo de donaciones, Sambhavna (que en sánscrito y en hindi significa “posibilidad”) utiliza medicina ayurvédica y yoga para apoyar a sus 12 mil pacientes, los más pobres y más afectados por el desastre.
Sathyu opina que si el gobierno actual del primer ministro Narendra Modi ha hecho poco, o nada, para limpiar el lugar de desechos tóxicos, es porque ochenta por ciento de los expuestos son musulmanes y de casta baja. Modi pertenece al partido conservador hindú Bharatiya Janata. Pero todos los gobiernos, anteriores, al margen del partido en el poder, han demostrado la misma apatía, dice el activista.
“Las más afectadas fueron 500 familias de la zona más pobre de Bhopal, donde la mayoría son musulmanes y de las castas bajas. Hoy, por lo menos una persona en cada una de esas familias está en cama por enfermedades crónicas de los pulmones o problemas inmunológico”, explica Sathyu.
Su colega Rachna Dhingra también opina sobre el papel del primer ministro. “Modi habla de una limpieza ambiental con su campaña Limpiar India. ¿Por qué no empezar con Bhopal? Hoy, 32 años mas tarde, todavía hay cientos de miles de toneladas de basura tóxica regada en la zona donde está la planta de Union Carbide y el gobierno no ha hecho absolutamente nada para limpiarla”, explica.
“Es más, hasta la fecha no existe una evaluación científica exhaustiva que determine con precisión la distancia y profundidad de la filtración química que soltó la planta”, añade la experta educada en Estados Unidos, quien vive en Bhopal desde 2003, dedicada a generar empleos y hacer campaña a favor de las víctimas del accidente.
En 2012, el Indian Institute of Toxicology Research concluyó que alrededor de 10 mil familias en 22 comunidades cerca de J.P. Nagar, la zona donde está ubicada la planta, siguen expuestas al agua contaminada. Tres años después, investigaciones del Laboratorio del Departamento de Salud Pública del gobierno de Madhya Pradesh revelaron que otras 11 comunidades también fueron afectadas.
Gracias a los esfuerzos de Sathyu, Dhingra y otros activistas, en 2014 se instalaron pozos de agua potable en los barrios afectados. El suministro, sin embargo, no siempre está garantizado y los habitantes se ven obligados a beber de los pozos adulterados, que son cada vez más numerosos, porque las corrientes del subsuelo extienden las toxinas.
IV. La amenaza de la planta maldita
La planta química ahora se llama Everready Industries India Limited, pues en 1994 el gobierno central indio vendió sus acciones en Union Carbide Corporation a un grupo indio que produce té. El resto es propiedad de Dow Chemical de Estados Unidos. Aunque el gobierno indio responsabiliza a Dow Chemical del desastre, no ha hecho nada para que se haga justicia.
La planta continúa en su lugar. Detrás de un solar cerca de la casa de Ram Bharose, en la Bhopal Antigua, hoy poblada de tugurios y separada de la Bhopal moderna por un bello lago, se puede visitar la fábrica abandonada, oxidada, previo permiso de las autoridades.
Hoy, en el solar cercano, hay niños jugando cricket, vacas rumiando buscando qué comer. La guía recomienda no entrar al solar, que está cercado, pero es accesible. Es peligroso, dice. Desde la distancia, en algún punto estratégico, se pueden distinguir las torres de la fábrica ennegrecidas por el tiempo y la contaminación.
No es de sorprenderse que para Ram, Hazara y sus vecinos, ahí siga la planta maldita como si estuviese operando.
De hecho, aunque el accidente nunca hubiese ocurrido, los lugareños habrían sido afectados por su presencia, asegura Sathyu. Y es que, además de la fallida construcción y las pocas medidas de seguridad instaladas desde siempre, la fábrica guardaba residuos tóxicos dentro por falta de espacios para deshacerse de ellos.
“Pero durante el monzón, las partículas se concentraban en el subsuelo. Y ahí siguen filtrándose hoy, contaminando el agua”, insiste, terco, Sathyu.
“No en balde en los últimos 15 años hemos visto un aumento en las víctimas de cáncer. El número de muertos por cáncer en la vesícula es el más alto en India. Según datos recientes, la incidencia es 10 veces mayor en la zona de Union Carbide que en otras partes de Bhopal”, arremete el luchador social.
El efecto dominó de la catástrofe de 1984, como bola de nieve, sigue su infernal curso en Bhopal. El ciclo letal no lo detendrá el Día Internacional del No Uso de Plaguicidas. El pequeño centro Sambhavna, a metros de la planta, con sus terapias alternativas, parece ser la única opción de cierta paz para los sobrevivientes.
La autora agradece al grupo bhopalí Vihaan Drama Works, en especial a Vandana Pandey y Anurag Tiwari, por el apoyo ofrecido para la elaboración de esta crónica.