4 de enero 2021
“Esteban” tenía miedo de morir. Una semana antes, les dijo a sus hijas que no quería morir ahogado. El aire le hacía falta y casi no podía hablar.
A María Azucena, “Álvaro”, “Dionisio” y los hermanos Francisco y Guillermo Norori, todos como “Esteban” fallecidos por covid-19, también les costaba respirar. Para sus familiares, los síntomas y complicaciones por contraer coronavirus fueron evidentes, aunque las causas de muerte reconocidas fueron otras, que las autoridades sanitarias llaman “comorbilidad”, en un intento de reducir las cifras de fallecidos por la pandemia.
Así, mientras hasta mediados de diciembre el Gobierno admite 163 fallecidos por la pandemia, el análisis más reciente de la sobremortalidad por neumonía, diabetes, hipertensión e infartos, realizado por la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social (Funides), estima que 8454 de estos decesos son atribuibles a la pandemia.
Se trata de más de ocho mil vidas arrebatadas por la covid-19, que las autoridades sanitarias intentan negar. En honor a las vidas de estos nicaragüenses que no sobrevivieron, CONFIDENCIAL reunió seis testimonios, narrados por quienes los acompañaron hasta el último momento y vivieron su duelo como nunca antes: sin posibilidades de una vela, sin el pésame de familiares y amigos, o un entierro para dar el llamado último adiós. Debido al estado policial de facto en Nicaragua y a los temores que representa esta pandemia, muchos solicitaron omitir sus nombres para evitar la discriminación y también la represalia de un Estado que persigue a quienes opinan diferente.
El último cumpleaños de “Esteban”
“No quiero morir ahogado”, dijo paciente de 60 años, fallecido en el Hospital Alemán Nicaragüense
Días antes de morir, “Esteban” pudo celebrar el que sería su último cumpleaños. Ya estaba enfermo, tenía dos o tres días de arder en fiebre y ya no quería comer. Sin embargo, ese 24 de mayo, aun con sus molestias, celebró junto con sus hijos su cumpleaños número sesenta. Hacía tiempo que esperaba esa fecha, porque ansiaba jubilarse para disfrutar de una vida más tranquila. Pero ya no tuvo tiempo.
Al día siguiente, pidió que lo llevaran por segunda ocasión al centro de salud más cercano y, como ocurrió la primera vez, los médicos que lo atendieron solo le recetaron unas tabletas de acetaminofén, y lo mandaron de regreso a su casa. “Eso es algo que anda en la garganta, no es covid”, le habrían dicho, recuerda una de sus hijas que solicita omitir su nombre.
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Por cuenta propia, sus hijos decidieron llevarlo donde un médico privado y él les confirmó que su papá era sospechoso de coronavirus. Conforme pasaba el tiempo, “Esteban” perdió el brillo que lo caracterizaba: ya no quería hablar y la respiración le comenzó a faltar. Hasta que él mismo, con esfuerzo, pidió que lo internaran en el hospital. “No quiero morir ahogado”, les dijo.
La familia de “Esteban” desconoce cómo se contagió. Desde que se conoció la pandemia, él en sus redes sociales compartía información preventiva contra el virus, siempre andaba puesta su mascarilla y solía desinfectar todas las superficies. Pero cuando a mediados de mayo regresó de su trabajo en el norte del país, las señas del virus en su cuerpo estaban por doquier.
“Esteban” fue ingresado en el Hospital Alemán Nicaragüense el 30 de mayo. Tenía la saturación de oxígeno en 73 y había perdido el conocimiento. “En cuanto le pusieron el oxígeno volvió en sí. Estaba alegre porque ya podía respirar. Ese día, más noche, yo conseguí un tanque de oxígeno para llevármelo a la casa; pero mi papá pensó que iba a estar mejor atendido allí y no quiso que lo sacáramos”, cuenta su hija.
En el hospital estuvo internado durante una semana. Sus hijas llegaban todos los días a orar por él en las afueras del hospital. Ninguna volvió a verlo con vida, y su hija mayor se conformó con mandarle, todos los días, una “carta de amor” dentro de la comida. Aunque no tiene certeza de si algún día las leyó.
A “Esteban” le hicieron la prueba del coronavirus, pero según les dijeron a sus familiares resultó “indeterminada”, un término que usan las autoridades sanitarias de Nicaragua para ocultar los casos positivos.
A las 10:00 de la noche del jueves cuatro de junio, “Esteban” fue intubado. Dos días después, el seis de ese mes, falleció. Su familia decidió no hacerle homenajes póstumos por miedo a contagiar a otros, aunque en el hospital les dijeron que no había problema si lo velaban, pues su muerte no era por covid.
“Mi papá era bien sociable. Le gustaba mucho estar con sus amigos. Era bien sensible. Muy correcto, si miraba algo que no le gustaba, lo decía. Siempre andaba con su sombrerito y yo estoy segura de que si lo hubiéramos llevado a otro hospital o a otro país no se nos hubiera muerto”, afirma su hija.
“Álvaro”, morir lejos de la familia
Tenía 54 años y falleció en Chinandega. En su acta de defunción le pusieron “neumonía atípica”
A “Martha” se le quiebra la voz cuando admite que, lo más difícil de la muerte de su esposo, fue no haber estado con él en sus últimos momentos. “Álvaro”, de 54 años y originario de Chinandega, enfermó en abril, cuando ella y sus hijos no estaban en el país.
Al inicio, recuerda “Martha”, él no se preocupó porque pensó que se trataba de un resfriado más. Sin embargo, pasados los días, su salud no mejoró. Hablaban a diario, y cuando él le dijo que tenía fiebre, ella se asustó.
“El tres de mayo llegó a su trabajo y tuvo una decaída, dijo que se sintió con sueño, que estaba cansado y se acostó en una hamaca. Todos estaban extrañados porque no se despertaba. Fue hasta las siete de la noche que se despertó. Para mí que él ya perdía la consciencia”, estima “Martha”.
A pesar de sentirse enfermo, “Álvaro” se negó a ir al hospital. En esas fechas, Chinandega era el epicentro de la pandemia en Nicaragua. Cada vez que le decían que fuera, él respondía que ya estaba mejor. Durante todo ese tiempo, se atendió con unas recetas que le dio una sobrina de él, que es doctora. Sin embargo, su salud iba peor.
“Álvaro” no padecía de enfermedades crónicas, pero tenía sobrepeso. “Él no tomaba ninguna medicina para la hipertensión ni para la diabetes, pero sí ya le habían salido unos exámenes alterados, entonces lo que trataba era de no comer cosas que le hicieran daño, pero sí estaba gordo. Se cansaba al caminar”.
El siete de mayo, la hermana de “Álvaro” y su esposo lo encontraron desmayado en su cuarto. Para entonces tenía el oxígeno por debajo de 70. Aún así, decidieron seguir medicándolo en casa, por miedo de no volverlo a ver. En esos días, la familia vivió una odisea, porque los tanques de oxígeno escaseaban y cada tres horas debían reemplazar el pequeño tanque que habían conseguido.
—Esta ha sido la peor noche de mi vida. Espero que sea la última, porque yo ya no puedo más— le escribió “Álvaro” a su esposa, la mañana del sábado diez de mayo.
—No te preocupés por nosotros (...) estate tranquilo— le respondió “Martha”, pero él ya no le respondió.
Horas después le avisaron que su esposo había fallecido. De tantas desconectadas de oxígeno, su corazón no soportó y, cerca del mediodía, sufrió un infarto. “Álvaro” fue enterrado ese mismo día. Su esposa y sus hijos no pudieron asistir.
“Él era muy amistoso. Le gustaba la música. Si podía hacer un favor, lo hacía. Nunca dijo malas palabras delante de nadie, era un hombre honesto. Buen padre, buen esposo, buen hermano. Nuestro sueño era volver a encontrarnos para vivir una vida tranquila, trabajando y disfrutando de las vacaciones”, dice “Martha”, quien se había ido a trabajar a Panamá y tras la muerte de su esposo tuvo que volver.
“Álvaro” falleció con todos los síntomas del coronavirus, aunque en su acta de defunción le pusieron “neumonía atípica”. Días después el Minsa llegó a fumigar la casa.
Los inseparables hermanos Norori Díaz
Guillermo, de 71 años, murió 19 días después de su hermano Francisco, de 75. Eran los mayores de un clan de siete hermanos.
Guillermo, de 71 años, era el “muertero” de la Iglesia Nazareno Fuente de Vida, en Managua. Como pastor estaba entrenado en el arte de encontrar las palabras correctas para consolar a los familiares de los fallecidos. Pero la tarde del once de junio fue diferente. Dentro de su vehículo lloró y oró. Afuera, una pala mecánica descargó tierra sobre una tumba. Era la de su hermano Francisco, de 75 años, a quien miraba como padre. Diecinueve días después sería su propio funeral.
Francisco y Guillermo eran inseparables, originarios de Niquinohomo, a más de cuarenta kilómetros de Managua, conocieron la capital de la mano de su madre cuando la acompañaban en sus viajes como comerciante. Se acostumbraron tanto a la ciudad que se terminaron trasladando. Los Norori Díaz son siete hermanos, pero las vidas de Francisco y Guillermo se entrelazaron hasta el final.
El músico de la familia era Guillermo. Aprendió a tocar guitarra y antes de ser pastor evangélico, maestro de obra y taxista por más de dos décadas, formó parte de un mariachi y un trío musical. Imitaba a los cantantes mexicanos Pedro Infante y Jorge Negrete. Su voz vibraba en las celebraciones familiares. William Norori, su hijo, de 23 años, es guitarrista y atesora la música como un legado de su padre.
El mayor de los siete hermanos era Francisco. Finalizó su carrera de Administración de Empresas contra todo pronóstico a los 35 años, y cumplió el sueño de ver a sus tres hijas con títulos universitarios. Él no tenía la voz de su hermano Guillermo, pero volcó su admiración por Rubén Darío en sus poemas, varios de ellos dedicados a su esposa. Su hija mayor, Angélica, relata que tenían pensado publicarlos.
“Tenía una ortografía impecable” y “una letra muy linda”, recuerda Angélica. El virus llegó a su familia de forma inesperada y les cambió la vida por completo. Angélica sufrió de un brote alérgico en la espalda, tos, fiebre y perdió el olfato. No sabe dónde ni cómo se contagió, porque se protegió en todo momento. Se aisló en su cuarto por trece días y mejoró.
Su padre y madre se enfermaron poco después. Todos padecían diabetes, incluido su tío, Guillermo. Convaleciente, Angélica, se comprometió a cuidar a sus padres, pero la enfermedad fue agresiva y rápidamente dañó los pulmones de su papá y amenazaba la salud de su mamá. La casa se convirtió en un pequeño hospital. Los tanques de oxígeno iban y venían, las medicinas las entregaban en la puerta del hogar y los vecinos también les dejaban comida.
Angélica no dormía por vigilar el oxígeno, administrar las medicinas a tiempo y cuidarlos, hasta que un día colapsó. Según un diagnóstico médico, cayó en coma por ocho horas.
Su padre, Francisco, nunca se quejó, ni siquiera cuando estuvo boca abajo y recibió masajes en la espalda para ayudarle a que su saturación de oxígeno mejorara. Angélica sabía que la situación empeoraba y alcanzó a despedirse de él: “Que te vaya bien, a donde vayas” y besó su frente antes de que se lo llevara una ambulancia al Hospital Alemán Nicaragüense. Sabe que su papá la escuchó, porque movió la cabeza. Francisco falleció la mañana del once de junio y lo enterraron el mismo día, por la tarde.
Al día siguiente del funeral, su hermano Guillermo fue ingresado al Hospital Fernando Vélez Paiz con dificultad para respirar. Su hijo William había luchado toda esa semana en casa, dándole medicamentos, haciendo nebulizaciones, pero no fue suficiente.
Guillermo batalló 19 días hasta que cedió a la enfermedad, a la medianoche del 30 de junio. En ese momento, Nicaragua atravesaba los meses más duros de la pandemia, con entierros exprés y hospitales saturados. En las constancias de defunción de los hermanos Norori, el Ministerio de Salud invisibilizó que fallecieron a causa de la pandemia. Con Guillermo dijeron que fue un choque cardiogénico, y con Francisco: Insuficiencia Respiratoria Aguda.
Angélica y William aseguran que la covid-19 los alejó de sus padres. Aceptan la partida como “voluntad de Dios”, pero el dolor se percibe en sus voces, que a veces se rompen. “Siento que él me va a estar esperando en la casa con un pinolillo, un gallopinto”, relata William.
Angélica recuerda que se preguntó cómo viviría sin su padre. Sigue descubriéndolo, mientras enfrenta con su madre las secuelas físicas que les dejó la covid.
La resistencia de María Azucena
Le gustaban las plantas y la repostería. Tenía 64 años y falleció en el Hospital España, de Chinandega, primer epicentro de la pandemia
María Azucena Sequeira notó que los entierros eran más frecuentes en su natal Chinandega. Sabía de familias enteras que caían enfermas por la pandemia. Oraba y recomendaba a sus hijos que también lo hicieran. Implementó protocolos para que el virus no entrara a sus vidas, aunque sufriera por no ir a la iglesia cada domingo.
A cambio, rezaba el rosario con sus hijos por videollamada. También evitó las salidas al mercado, que por años fue como su segunda casa, porque tenía un negocio de electrodomésticos. El 18 de julio, María Azucena se sintió irritada, sus hijos pensaron que era una gripe común, pero aún así, el 19 de julio tuvo una consulta 'online'. Se realizó una placa y exámenes: todo estaba dentro de lo normal, pero el médico mandó tratamiento de covid-19 por prevención, ya que ella pertenecía a un grupo de mayor riesgo, por ser diabética.
Juanita Huete, una de sus cinco hijos, relata que su madre era amante de la repostería y pese a su diabetes, no se resistía a un rico pan con café.
Con el pasar de los días, María Azucena empezó a sentirse decaída, pero la señal de alarma fue cuando les dijo que no olía nada y la comida le sabía a papel. Una hija y una nieta también enfermaron. Al cumplir ocho días con el SARS-CoV-2 en su cuerpo, empezó a vomitar, relata Huete, quien, desde Managua, se enteraba de todo por videollamada.
Cuando su mamá llegó al Hospital España, la saturación de oxígeno era de 81, los doctores actuaron de inmediato y la estabilizaron, pronto llegó a 90. Quedó internada con oxígeno a siete litros por minuto. Sabían que no la podrían visitar, pero no querían que sintiera que estaba sola. En los empaques de la comida que enviaban le mandaban mensajes de ánimo: le decían que oraban por ella, que sus cinco hijos la esperaban en casa, que tuviese fuerza; que la amaban.
Su mamá se complicó el 31 de julio y la intubaron cerca de las 7:00 de la noche de ese lunes. Huete y sus hermanos estaban conscientes que las probabilidades de sobrevivir se habían reducido. Algunos días daba esperanza de mejoría y otros, no había progreso. Los médicos disminuyeron la dosis de anestesia para evaluar si su cuerpo reaccionaba, pero los esfuerzos fueron nulos. Falleció el 21 de agosto a las 11:15 de la mañana. Le faltaba menos de un mes para cumplir 64 años. En el acta de defunción pusieron: shock séptico refractario.
María Azucena fue enterrada junto a su esposo, quien había fallecido años antes y en su lecho de muerte tuvo tiempo de contarle que veía un jardín hermoso, seguro de que ese lugar le encantaría, porque ella amaba las plantas. Sus hijos se dan consuelo, imaginándolos en ese jardín.
La rápida muerte de don “Dionisio”
Era originario de Ometepe y se trasladó a Río San Juan. Toda su vida trabajó la tierra, tuvo quince hijos y padecía Alzheimer. Iba a cumplir 95 años
Después de vivir casi un siglo, la vida de “Dionisio”, de 94 años, se apagó la madrugada del 15 de mayo. Su familia considera que murió a causa de la covid-19, aunque de esto jamás tendrán certeza porque no tuvieron acceso a una prueba.
“A mi papá lo estábamos cuidando por Alzheimer. Ya estaba viejito. Pero fue de la noche a la mañana que se agravó de la respiración, como que se quería ahogar. Nosotros no quisimos llevarlo al hospital, porque estaba lleno de casos de covid, así que le conseguimos un tanque de oxígeno y lo atendimos en la casa”, cuenta uno de sus hijos.
“Dionisio”, que vivía en Río San Juan, ya no salía de casa, pero creen que se contagió porque sus familiares llegaban a visitarlo sin tomar las medidas de prevención. A principios de mayo, en ese departamento se veían muchos contagios y entierros a causa de la pandemia. Incluso, varios de los hijos de él enfermaron del virus después de que él falleció, el 15 de ese mes.
“Mi papá iba a cumplir 95 años en diciembre. Él era de Ometepe, pero vino a Río San Juan hace más de 40 años. Toda su vida trabajó en la tierra y tuvo más de 13 hijos”, explica uno de sus hijos.
Debido al Alzheimer, “Dionisio” no podía hablar. A veces balbuceaba, pero su enfermedad estaba tan avanzada, que ya no sabía cómo hacerlo. Un día, se despertó y ya no quiso comer, después le comenzó a faltar el aire. Los médicos que consultaron explicaron que uno de sus pulmones dejó de funcionar.
Recomendaron internarlo en un hospital, pero por su edad sería difícil que se recuperara de una intubación. Entonces decidieron que seguirían cuidándolo en su casa. A la mañana siguiente, falleció.
“Para nosotros su muerte fue impactante. En parte, estamos resignados porque él ya era mayor, solo pasaba sentado”, afirma su hijo. Sin embargo, agrega que le duele “no saber si fue esa enfermedad” la que se llevó a su padre.
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